Vecinos

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Hace frío fuera. El viento peina de lado las palmeras. Yo miro tranquila desde el interior, a través de una cristalera bien cerrada: pantalla que hoy apetezco más que la del televisor (la tormenta que agitaba el noticiero de sobremesa me dejó empachada para el resto del día). El vecino de enfrente acaba de correr su cortina; al verle me doy cuenta de que también él puede verme a mí. Instintivamente, cierro la mía pero no me alejo demasiado del cristal, al contrario, de los pliegues del visillo hago una trinchera y, a salvo, asomo las narices por la abertura que me presta una rendija. No sólo me encontraba expuesta a la mirada del vecino, vivo en un primer piso y los viandantes que pasan por la calle no necesitan esforzarse para apreciar el color de la ropa interior que pende de una cuerda, flotando sesgada como las palmeras (me fastidió en su momento tener que ubicar el tendedero en la terraza delantera y me sigue fastidiando, pero el apartamento es tan pequeño que no encontré un lugar más apropiado); desde los coches se me ve seguro, lo sé porque yo misma he hecho la prueba subida en uno de ellos; y desde las guaguas sin comentarios, toda esa gente sin tener otra cosa que hacer más que mirar y mirar. Nos miramos mucho los unos a los otros intentando que nuestros ojos no coincidan; tal vez vivamos demasiado juntos para lo solos que nos sabemos; o tal vez nos sintamos demasiado solitarios para las numerosas similitudes que compartimos.

No es que quiera jugar con las palabras, aunque también, no resulta mal pasatiempo observar cómo a veces corren a entrelazarse en el papel encajando a la primera, y cómo a veces no hay quien las arrime por más que una se devane los sesos; una se hace cargo de los nudos y los tajos que tiene en las bobinas del cerebro y, de paso, pone un poco de orden en un rinconcillo del gran archivo. Pero, además, con tanto pistoletazo, navajazo, puñetazo y bandidazo suelto, una no puede por menos que preguntarse qué tipo de bicho es el que tiene enfrente, incluso cuando se mira en un espejo. Y a una le gustaría entender por qué los miembros de esta especie atípica a la que pertenece, que caminan erguidos sobre sus patas traseras, que no les basta con su piel para soportar la intemperie, que interpretan y clasifican cuanto les rodea comunicándoselo en jergas sobre las que no consiguen ponerse de acuerdo, que se pasan la vida mirándose el ombligo y dando por sentado que son los más listos del universo mientras desperdician el tiempo contado de que disponen en disputas acerca de lo que cada uno de ellos cree saber o se hace la ilusión de poseer, a una le gustaría entender —decía— por qué estos seres no pueden sentirse unidos si no es contra algo o a favor de algo, por qué se agrupan para excluir, por qué... es como:

Había una vez dos aldeas que, no distando entre sí sino unos pocos kilómetros, se encontraban separadas por una geografía accidentada. La una se sentaba en lo alto de la ladera de un monte y a su entrada se exhibía un cartel en el que se leía “Villatempujoynosubas”; la otra se diseminaba a lo largo de un valle que llegaba hasta la costa y tenía un nombre muy parecido: “Villatempujoynobajes”. No solo eran diferentes sus enclaves, si hubiéramos preguntado al respecto a cualquier habitante —hombre, mujer o niño— de arriba o de abajo, no habría tenido reparos en expresar con vehemencia sus totales, radicales y definitivas diferencias; es curioso que también en esto coincidieran. Cierto es que los del monte vestían telas gruesas, abrigadas y de colores sobrios, contrastando con los de la playa, cuyos tejidos delicados y ligeros eran trabajados en tonos claros y estampados; pero en ambos casos se obedecía el dictado del clima. Cierto que los de arriba se dedicaban predominantemente a la madera y al pastoreo y que los de abajo se afanaban en las tareas agrícolas y la pesca; pero es obvio que partían de la misma necesidad de ganarse el sustento. Y así pasaba con todo, desde las recetas culinarias al color preferido de sus vinos; siendo parejas su hambre y su sed. Y hasta para entretener su común y rutinario batallar inventaban jolgorios y recreos dispares.

A exacerbar sus aparentes divergencias llegó el ‘boom’ del turismo. Villatempujoynobajes creció como la espuma. Antiguos terrenos de labranza se vendieron para construir grandes hoteles y edificios de apartamentos. La natural belleza del valle se enmendó con urbanizaciones por doquier. Quien más y quien menos montó su pequeño o gran negocio, y si se acordaron en su prosperidad de sus vecinos, fue para emplearlos a su servicio en labores de poca monta. Las costumbres ser relajaron y las nuevas generaciones entremezclaban las tradiciones que les convenían con las nuevas maneras que los turistas introducían, en aras siempre de su provecho y entretenimiento.

La tradición. De ella hicieron bandera los de Villatempujoynosubas hasta el punto de exhibir sus atavismos ante el ojo insaciable de las cámaras fotográficas de los excursionistas y sacar tajada de sus arcaísmos que comenzaron a llamar, con mucha pompa, artesanía y cultura del pueblo montañés. Decir que una cosa era típica era como consagrarla. Criticaban y envidiaban a los de abajo mientras cebaban las cabras de sus banquetes y amueblaban sus hogares con creciente lujo y boato. El menosprecio del que se sentían objeto avivaba su altivez y su rabia y les encrespaba los humos en los encuentros supuestamente deportivos y en los roces de su quehacer cotidiano.

En este estado de cosas, se le ocurrió a Juanito ir a enamorarse de la cajera del supermercado del que era propietario su padre. Ella, la chica, le había ayudado a descubrir entre sus ropas el aroma de los pinos, entre su pelo el viento del monte, y en sus mejillas el color de la bravura de la tierra que habitaba; se llamaba Ana María y andaba coladita por los huesos de Juanito. De momento se querían a hurtadillas, pues preveían la reacción negativa de sus respectivas familias. Hacían planes para fugarse a un territorio neutral donde compartir un techo sin ser acusados de traición, mientras se besaban en el almacén o se hacían carantoñas en el coche cuando él la acompañaba de vuelta a casa al salir de trabajar.

La noche de marras habían discutido lo suyo. Ella le había reprochado su falta de valor al permanecer callado cuando su padre empezó a despotricar delante de los clientes, afirmando a voz en grito que los de arriba eran unos completos zopencos y que no había forma de meterlos en vereda. Él se sentía avergonzado y herido por la expresión desconocida con que ella le había mirado. Vete a saber si fue eso lo que le llevó a cometer la insensatez de detener el coche a la puerta de una tasca sita en las afueras de Villatempujoynosubas, en lugar de marcharse por donde había venido sin bajar el cristal de la ventanilla ni para colocar el espejo retrovisor, como había venido haciendo a lo largo de sus secretos amoríos. El corazón le latía como si estuviese a punto de partirle el pecho y en la boca del estómago se le condensaba el peso de esta machada con la que pretendía mostrarse a sí mismo que su amor era tan valeroso como el que más. Atravesó el umbral simulando despreocupación y naturalidad. Una vez acodado en uno de los extremos de la barra, intentó, de reojo, hacerse cargo de la situación. Había unas ocho personas más que parecían ir cada una por su lado, pero se notaba a la legua que entre ellos se tenían más que vistos. No tardó en empezar el ‘fregao’; se pidió una cuarta de vino y enseguida comenzó a escuchar los comentarios.

—Pues ¿no es ése el hijo del chulito que anda amargándole la vida a tu hermana por cuatro perras gordas?

¡Vaya, hombre! Sí que era mala pata ir a toparse en un momento así con su futuro cuñado.

—Claro. Y de paso el que se la trajina —mira que siempre tiene que haber algún bocazas.
—No te consiento que hables así de mi novia —replicó Juanito sin arrugarse.
—¡Eh, eh, eh! ¿Cómo que tu novia? —el hermano iba a por todas—. Si me entero de que vuelven a verte con ella por ahí, te juro que...
—Que... ¿qué? Cállate, anda, no vayas a decir una tontería de la que tengas que arrepentirte.

Aquí empezaron los insultos, las agarradas de solapa, los manotazos. Sus adversarios se habían apiñado a su alrededor y el asunto se estaba poniendo feo de veras. El desenlace, sin embargo, pilló a todos por sorpresa. Fue un accidente, una jugarreta del destino (que es a lo que solemos recurrir los humanos cuando queremos lavarnos las manos y eludir responsabilidades). Un empujón de uno, la zancadilla de otro... Juanito intentó en vano mantener el equilibrio con tan funesta fortuna que, al caer, su nuca se encontró por el camino con el pico de una mesa. La mesa no se rompió.

Villatempujoynobajes se vistió de negro. Lo ocurrido no ayudó precisamente a derribar los obstáculos existentes entre los dos pueblos. La mala hierba de la rivalidad y la discordia creció y creció hasta formar un bosque tupido en el que seres que compartían necesidades, motivaciones, pasiones y anhelos, se perdían en reyertas absurdas, olvidados de su semejanza primordial.
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Solo se trata de personajes ficticios de una historia que yo me invento detrás de la cortina y ya se sabe que la realidad supera con creces a la ficción, su multiplicidad nos pasma siempre y nos desborda. Los grupúsculos y tribus que hoy pueblan nuestro mundo (y digo nuestro sabiendo que no lo es, que en todo caso sería al contrario, pues ahí estaba cuando nosotros llegamos y ahí seguirá estando después de habernos tragado) son de ralea variopinta: generación frente a generación, los que visten así y los que visten asá, los que creen en un dios o en otro o en ninguno, los que nacieron aquí contra los que nacieron allá, con tal o cual color de piel, los que tienen pasta y los que no la tienen, los que se afanan y los que huelgan, varones y hembras... fronteras y más fronteras, cualquier pretexto es bueno para trazar la línea divisoria y comenzar la contienda. Imparable la carrera de sofisticación de los distintos armamentos. Duchos en atacar y defendernos, concebimos nuestro éxito personal a través de la derrota de un contrario, participamos de las victorias y fracasos de miembros significativos en nuestros respectivos bandos.

Sin embargo, oteando por entre los visillos, se me antoja que nos pasa lo mismo que a los habitantes de las dos aldeas de mi pequeño relato, que nos parecemos mucho más de lo que pensamos. Observo cómo articulan sus movimientos esos estrambóticos bípedos tan semejantes a mí. Intuyo que, tras sus trincheras, también ellos saben lo que yo sé: solos aparecimos en escena y solos la habremos de abandonar. La vida y la muerte nos atienden de uno en uno. No podemos respirar el uno por el otro, como no podemos comer ni beber, ni mirar, escuchar, palpar, amar, pensar, obrar, sino desde nosotros mismos. Habitamos dentro de un cuerpo que habita a su vez dentro de un cuerpo mayor donde habitan otros cuerpos. Juntos, pero no revueltos. Parecidos, pero que muy parecidos. Por eso uno respeta al de enfrente en la medida en que se respeta a sí mismo, sin confundir la unicidad que nos es propia con las diferencias superfluas de las que hacemos bandera. Cuando uno se abre a la evidencia de su soledad, se encuentra preparado para disfrutar de la compañía de sus iguales. Y ¡vaya si tiene que ser agradable convivir sin batallar! Descansar.

Como descanso cuando miro los tintes que van sucediéndose en el lienzo siempre armónico, siempre nuevo del cielo; y esa palmera que me ha tocado por vecina, cediendo dócil al empuje del viento sin perder su altanería; y el herrerillo que detiene su vuelo para hacerle una visita. Tan acorde todo, tan en su sitio, que a una se le encaja el corazón y procura tomar ejemplo.


de Pilar Benito


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