En la cuneta

Tengo la jodida impresión de no servir para nada (si mi padre levantara la cabeza y me oyera hablar así, seguro que me taladraría con ese gesto suyo, dramático y compungido, en el que reconcentraba su frustración y su rabia por no haber atinado en hacer de mí la calcomanía de sus expectativas). No es verdad, dicho de ese modo parece que tengo complejo de inferioridad, que me siento una inútil, y no. Me sé capaz de un montón de cosas, lo malo es que ninguna de ellas posee la cualidad de ser remunerativa, distinción imprescindible para que cualquier actividad prospere en este mundo puñetero.

Y es que, mira tú por dónde, ahora quieren hacerme comulgar con ruedas de molino: lo que priva es el currelo. Ni siquiera se trata de hacer aflorar tus talentos, sean estos cuales sean, sino de invertir tu único efectivo —ese tiempo que como agua va deshaciendo la pasta que te constituye— en una empresa ajena (y nunca mejor dicho); pretenden comerme el coco y hacerme entrar en su razón, convencerme de que es fundamental que sacrifique mi humilde personita en aras de percibir cada fin de mes (y eso, tal y como están las cosas, si hay suerte) cuatro míseros euros, con los que se supone que he de costear el derecho a guarecerme en esta superficie volatinera y exigua, cuyo techo sirve de suelo a ese tipo con el que algunas mañanas cruzo en el ascensor un gruñido que ambos tomamos por saludo. Con una dosis suficiente de previsión y maña, tal vez consiguiera estirar esas monedas recibidas por dejarme chupar la sangre con docilidad y, tras pagar recibos, transporte, incluso reponer algún calcetín raído y consentirme algunas chucherías para picar entre horas, tal vez me diera para tomarme un par de cervezas en el bareto de la esquina y anestesiar el posible desasosiego interior.

Y ¿quién pretende hacerme tragar a mí semejante castaña pilonga? Pues los fans de una abstracción apodada “sociedad”: una gran barcaza que hace agua por todos los lados y de cuyos presuntos bienes me acusan de aprovecharme. ¡Jua, qué gracia! Han logrado hacer llegar hasta el extraño cubículo que me alquilan y que se precian en llamar “apartamento” un chorro de un líquido casi incoloro, al parecer potable, a través de unos grifos roñosos —¡bravo!—; pero han contaminado ríos y océanos y se han apropiado de los manantiales. Han iluminado mis noches conduciendo por unos cables una energía prodigiosa (que no han inventado, sino canalizado), sustituyendo la llama ancestral del fuego (a la que tengo que recurrir cada dos por tres porque aquí cortan la luz en cuanto mean unos cuantos gatos seguidos) —¡aleluya!—; pero han dictado un sinfín de normas acerca de cuándo, desde dónde y de qué manera me está permitido gozar de la luz y el calor del sol, y me han ocultado los ocasos y los amaneceres tras un paisaje funambulesco de un artificio sombrío compuesto por cemento, humo, ladrillos y ruido, mucho ruido, tanto que aún no hemos alcanzado a oír la respuesta que hace algunas décadas Dylan nos sugería encontrar en el viento, tanto que los sonidos del silencio se han quedado en el recuerdo de aquella canción tan bonita de Simon & Garfunkel. Han demostrado una exactitud escrupulosa en la medición del tiempo con un tic-tac que se han sacado de la manga —¡estupendo!—; pero al imponerme el ritmo de su ficción, me alejan del latido de la vida, del latido de mi propio corazón. Durante siglos, los poderes fácticos han venido repartiéndose el planeta como si de un bizcocho se tratara y defendiendo sus porciones respectivas con uñas y dientes —¡a la carga!—; pero no son mis intereses los que salvaguardan, sino los suyos, como tampoco son míos sus enemigos, ni quiero ver fronteras donde ellos las han alzado.

Me siento cansada. Crecí a la par que la revolución tecnológica. Cuando era niña (¿cuántas vidas han transcurrido desde entonces?) me hinché a leer novelas de ciencia-ficción. Muchas de ellas utilizaban como decorado la cibernética: robóticos ingenios liberaban a los humanos de un gran número de tareas. Yo, ¡inocente!, ya me veía haciendo de mayor lo que más me gustaba hacer de pequeña: holgar, abrir la puerta a cada minuto sin sobrecargas a la espalda, dejarme sorprender por el transcurrir de las cosas, apasionarme con un libro de aventuras, flotar panza arriba emborrachada de nubes (bendita indolencia); mientras tanto, un montón de latas convenientemente programadas reducirían de manera notable nuestro esfuerzo productivo. La jornada laboral —calculaba yo— no sobrepasaría la cuarta parte de nuestra vigilia. Merced a tan innovador como inofensivo modelo de esclavitud, conseguiríamos aliviar la añeja maldición del “ganarás el pan...” que pende sobre nuestras cabezas (no sobre todas). Mas hete aquí que los jodíos listillos de siempre, aquellos que en cualquier época o situación geográfica se vanagloriaron de poseer desposeyendo, aquellos que de siglo en siglo han venido perpetuando la falta de escrúpulos para apropiarse de una riqueza común, aquellos que utilizaron cerebros, manos, esfuerzos ajenos para satisfacer una ambición ciega y sin techo, los bandidos de guante blanco se comportaron como siempre lo habían hecho, ¿qué otra cosa podía esperarse de ellos? Con los pingües beneficios obtenidos en su continuo saqueo, modernizaron “sus” medios de producción y redujeron la mano de obra con el fin de abaratar los gastos a medio y largo plazo y aumentar su margen de ganancia —¡qué majos!—. Un puesto de trabajo se ha convertido hoy en día en una especie de condecoración que se otorga al que va tragando con todo lo que le echan; frente a estos supuestos afortunados, mi condición de parada se me antoja más una liberación que una condena.

A lo peor, todo esto no es sino una tonta rabieta, un gritar que las uvas están verdes porque no se balancean al alcance de mis manos. O a lo mejor, sacando fuerzas de flaqueza, resisto al asedio numantino de la vulgaridad y de la norma y me atrevo a seguir como estoy: haciendo lo que quiero a la hora que me da la gana; sin despertadores, sin horarios; durmiendo cuando me entra sueño, comiendo cuando me avisa el hambre; sintiéndome pasajera y no propietaria; invitada de honor en una Tierra engalanada para todos los gustos, matizados sus perfiles y colores, variados sus perfumes, inacabables y sorprendentes sus sonidos... A lo peor, tienen razón quienes afirman que el que no trabaja es porque no quiere, que la holgazanería degenera en vicios peores, que vagos y maleantes son de la misma ralea. O a lo mejor, “tarea digna” no equivalga en el cien por cien de los casos a “actividad lucrativa” y sea ocupación tan respetable como la que más esta de degustar la vida sin echar cuentas, obrar desde los adentros sin calibrar posibles fracasos o éxitos, no vender tu pasión por un plato de lentejas.

¿Vagabundear? ¿Es eso, entonces, lo que me queda? ¿Dejar que ocupe este sofá descolorido, al que mi cuerpo a pesar de los pesares tiene ya cogido el tranquillo, otro inquilino capaz de permitirse lujo tan escueto; cambiar los reality shows por la realidad pura y dura de una homeless (mira que suena fino en inglés); prescindir de la tele, del equipo de música, de la lavadora, de la ducha... o claudicar?

Se me está poniendo un humor de perros y un dolor de cabeza tremendo de estar venga a mirar cómo la pescadilla se muerde la cola. A ver si por fin acaba mareándose y se despanzurra boca arriba resolviendo mis contradicciones. Mejor: a ver si de una vez por todas le echo las agallas necesarias para mirarme en mi propio espejo y no en le que los demás me brindan con su aprobación y su rechazo; a ver si, de una vez por todas, atiendo al deseo íntimo y pertinaz de gozar de esta existencia en las duras y en las maduras; pues no sería de extrañar que, al sentir mi corazón cabriolear alborozado dentro del pecho, me importaran un pimiento todos estos berenjenales. Y... ¡qué narices!, sé que el corazón no se siente afectado por tener o no tener trabajo y que poquito le interesan las deudas y los recibos, sé que todos los tesoros de este mundo no sirven para comprar ni un ápice de su satisfacción, y sé que no disfrutar de esta vida es tirar a la basura la oportunidad de las oportunidades.

Pues, entonces, se acabó el estar aquí devanándome los sesos con cuatro tonterías. ¡A por ello!

de Pilar Benito


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