EL ORGULLO



“El orgullo es lo que te impide reconocer lo obvio”.
Prem Rawat



Pues veréis, esta es la historia de un hombre que vivió hace muchos, muchos años; cuando el tiempo no se medía de la misma manera; cuando aún no se había inventado el ferrocarril, ni el automóvil; cuando no había periódicos, ni teléfonos, ni televisión. Habitaba, junto a sus coetáneos, una tierra dura y ocre, una estepa tan inmensa como seca que, si a ellos no les parecía inhóspita u hostil, era porque no tenían referencia alguna con que contrastarla. Su frontera era la recta perfecta en la que el cielo se desposaba con la arena. Y, allá por donde el sol desaparecía, las cumbres afiladas de unas montañas, divisadas a través del filtro del mito y la leyenda, semejaban la boca gigantesca y hambrienta que devoraba su fulgor y su fuego. De hecho, el paraje era nombrado con la expresión “Aum tot”, que viene a significar algo así como “la dentellada del fin del mundo”. La tradición afirmaba que aquel relieve era la huella del mordisco con que el mismísimo “Suprem” había dado por concluida su creación.

Y es que el misterio de aquellos dientes estaba más que justificado. No solo eran capaces de tragarse una vez y otra la luz de las luces; sino que, encima, los poquísimos osados que a lo largo de la historia se habían atrevido a emprender la ruta de su exploración, no habían vuelto para contarlo. Para todos ellos había sido un camino sin retorno; para todos menos para Ateforp, que por algo es el protagonista de esta historia.



Como los demás, Ateforp había sido informado hasta la saciedad de estas cuestiones, pues suponían el abecé de las creencias con que los pobladores de su mundo habían apuntalado su identidad, su forma de encarar la existencia. Y no fue un espíritu aventurero, ni siquiera la búsqueda de respuestas, lo que le llevó a desoír las sagradas advertencias; fue el carácter enamoradizo de su juventud que le hizo prendarse de los ojos tiernos de una hembra que no era la que su padre tenía apalabrada para él.

Huyó antes de que las ceremonias sellaran una decisión que estaba tan en desacuerdo con su deseo. Huyó hacia donde sabía de sobra que nadie le iba a seguir. Sostenido por su propia desesperación, anduvo durante tres días y tres noches. Fuertes eran el hambre, el cansancio y la sed; pero fuerte también el magnetismo de aquellos montes que se agrandaban, ante su asombro y creciente curiosidad, al compás de su caminar. Al amanecer del día cuarto, arribó exhausto a uno de los gaznates de aquellas fauces. Enroscado como un caracol, se dejó caer en el límite de sus energías. Y el sueño le socorrió.

Pero no por mucho tiempo, ya que una suerte de desazón le hormigueó la nuca y le impelió a sentarse de un sobresalto. Tenía siete pares de ojos clavados en él; Ateforp abría y cerraba los suyos incrédulo. Los frotaba con ambas manos para asegurarse de haber despertado. No, definitivamente no se trataba de una pesadilla. Aquellos seres eran de carne y hueso; sus vestimentas diferían de las que él había visto utilizar a las gentes de su pueblo y el tono de su piel era ligeramente más pálido; llevaban la cabeza al descubierto y el pelo les caía con descuido sobre los hombros; pero eran tan reales como aquellas cúspides majestuosas de las que habían brotado, e igual de desconocidos.

En un primer momento, temió ser víctima de un posible ataque, pero pronto se convenció de que ellos estaban tan sorprendidos como él mismo y de que en su actitud no se vislumbraban propósitos agresivos. Muy al contrario, le agasajaron como si fuese un ángel caído del cielo, sin escatimar mimos y cuidados: con veneración.

Era fácil dejarse querer, y placentero. Los días se escurrían engrasados por la sensación de bienestar, y las semanas, y los meses. Ateforp observaba sus costumbres, se abrigaba con las pieles que le proporcionaban, aprendía las construcciones básicas de su lenguaje pasito a pasito. Como un bebé consentido, merodeaba por aquí y por allí entorpeciendo las cotidianas tareas, disfrutando tanto con sus recreos como con sus ocupaciones.

Así, en un prolongado zurcido, fue hilvanando gestos y palabras hasta comprender la perspectiva de aquellas gentes, los códigos de interpretación transferidos de generación en generación, como ocurría también entre su pueblo. Explicaciones distintas para los mismos enigmas. Si para los habitantes de la llanura el mundo se acababa en las altitudes dentadas; para los que vivían a su amparo lo creado no tenía confines, se desparramaba sin contornos a uno y otro lado de su prodigioso hábitat. Prodigioso porque, según ellos, aquellas monumentales hinchazones eran la prueba irrefutable de que la vegetación que les servía de alfombra y de cobijo era, nada menos, la piel del gran vientre fecundador de lo existente y de lo por venir, la eterna fuente, la posibilidad sin límites.

A Ateforp estas especulaciones no le convencían más que las que le habían enseñado de pequeño. Pero hubo algo que llamó poderosamente su atención: según la leyenda, las laderas que ellos ocupaban eran el principio de la Tierra; mas de la otra vertiente, nacían inagotables las aguas. “Océano” lo llamaban, y se les ponía un destello mágico en la mirada al hablar de las cabriolas, de la espuma, del ritmo de su oleaje, de su sonido, de los brillos con que el sol adornaba su superficie, como desvistiéndose antes de darse un merecido chapuzón tras haber estado alumbrando durante una larga jornada. Había paja en estas historias, pero también había trozos que le ponían los pelos de punta; le daba la corazonada de que tenía que haber algo de cierto en todo eso. Ellos se lo aseguraban y se lo requeteaseguraban: sus antepasados no mentían. A pesar de que las montañas parecían infranqueables, algún ancestro encontró el modo de atravesarlas y de contemplar lo que había al otro lado.

No pudo conversar con ningún observador vivo de tal magnificencia. Sin embargo, enfundado en su túnica estepeña, de regreso a un mundo donde una joven seguía manteniendo tiernos los ojos, aguardándole, se decía a sí mismo que habría de llegar el día de comprobar la autenticidad de las maravillas que se llevaba resonándole en el pecho.


* * *


Cuando lo vieron aparecer, recortada la figura contra la grandiosidad de “Aum tot”, apenas si podían dar crédito a sus sentidos. Había desafiado la tradición por partida doble: primero, desobedeciendo la voluntad paterna; segundo, retornando de un viaje que se suponía solo de ida. Para colmo, cuando se hubo acercado lo suficiente, confirmaron lo saludable de su aspecto; en su apariencia no se apreciaba marca alguna de contienda o penalidad. Al contrario, se movía con buen garbo y lucía una sonrisa espléndida. Los niños extendían sus brazos señalándolo, las mujeres cuchicheaban agitadas las unas con las otras y los hombres le salían al paso, formando un círculo cada vez más compacto. Ateforp habló alto y claro.

Fue el inicio de una larga saga de discursos y explicaciones. Hubo algunos que desde el principio escucharon absortos, creyendo a pies juntillas todo lo que salía de su boca; muchos se mostraban reticentes, reacios a cargarse de un plumazo convicciones tan adheridas a ellos como la piel; otros le consideraron un visionario loco, peligrosa cizaña en el jardín de sus dogmas. Pero estos últimos se topaban con el hecho indiscutible de que aquel hombre había vuelto, vivito y coleando, después de nueve meses en vete a saber dónde.

No era necesario aderezar demasiado las narraciones para asegurarse la atención boquiabierta de cuantos se le aproximaban. No exageraba al describir la exuberancia de las montañas, la amabilidad de quienes las poblaban, la belleza de las mujeres y la nobleza de los hombres. No añadía fantasía a sus leyendas, a su modo de vestir o de cocinar los alimentos. No hacía falta; un testimonio veraz ya era suficientemente impresionante.

Por supuesto que les habló del océano; de lo que más. Aunque, como reconocía con honestidad no haberlo visto, a sus oyentes les flaqueaba la credulidad en este punto. Para ellos, que apagaban su sed con un líquido extraído del interior de ciertos frutos, y que no conocían ni por el forro las variaciones con que el agua podía fluir, era mucho pedir que imaginaran dicho elemento esparcido por doquier. Vamos, que no les entraba en la cabeza y, lo que es peor, les hacía dar parte de razón a los que dudaban de la cordura de tan estrambótico mensajero.

Lo cierto es que él no andaba buscando los parabienes de nadie. Que pensaran lo que quisieran. ¿Cómo iban ellos a comprender lo que tampoco él entendía? Solo que no podía, ni quería, desembarazarse del efecto que las descripciones detalladas y entusiastas de los montañeses habían sembrado en sus adentros. Como de una semilla plantada a tiempo en tierra fértil, florecían en su cerebro variopintas y fantásticas imágenes de los jugueteos entre el sol, el agua y las rocas.

Y se entregó con pasión a esa imaginería naciente. Y para degustarla en su plenitud se afanó en plasmarla con los medios que tenía a su alcance. Así, mientras otros tallaban herramientas o utensilios en provecho de la comunidad, Ateforp pasaba las horas largas depurando formas en complicados altorrelieves, cubriéndolos con caprichosas tonalidades, protegiéndolos de la intemperie y la erosión. Construyó una especie de museo de proporciones gigantescas. Sus incondicionales lo visitaban con asiduidad para admirar su obra fecunda y escuchar sus recuerdos por enésima vez. Su padre, en cambio, no había vuelto a dirigirle la palabra y, a la menor oportunidad, soltaba a quien le prestara oídos comentarios agrios y sentenciosos acerca de la liturgia pagana en la que aquel que un día fuera hijo suyo desahogaba su rebeldía y daba rienda suelta a su soberbia.

En lo que respecta a la muchacha de ojos tiernos, acataba la voluntad de su héroe sin réplica ni disgusto y lo apoyaba como su más ferviente admiradora. Le dio dos varones sanos y espabilados que nacieron uno detrás del otro: un signo más de la potencia creativa de su cónyuge. Desde que aprendieron a gatear, los gemelos fueron adiestrados en el respeto a la obra de su progenitor; y, en cuanto crecieron lo suficiente como para percatarse de la audacia innovadora de tan artística simbología, tomaron partido a su favor sin pensárselo dos veces.

De hecho, fueron las nuevas generaciones, con su espíritu animoso y fresco, las que más ayudaron a Ateforp a mantener encendida la llama de la promesa que un día se hiciera a sí mismo: encontrar la forma de acceder al escenario donde, supuestamente, sus esforzadas, estéticas y soñadas marinas, habrían de poseer una entidad real. Sus propios hijos encabezaron la lista de jóvenes intrépidos, dispuestos a vivir en primera persona la emoción del descubrimiento.


***


Mas nuestro hombre, consciente de que la senda a seguir era pura incertidumbre, no quiso arriesgar su posición ni su carisma adoptando el papel de guía ciego. No contaba con mapa de ninguna índole, ni con señal alguna del “Suprem”; tan solo con una antigua corazonada sobre la que había levantado un andamiaje de ensueños y que bien podía resultar un espejismo, una mala pasada de su inocencia de entonces. Mejor guardar el secreto de la expresión de su rostro cuando le sobreviniera el tormento de la duda, cuando le fallaran las fuerzas y desfalleciera en la desesperanza. Mejor partir en solitario y no regresar hasta haber desvelado el misterio del lado oculto de las montañas; hasta rebasar las cimas altaneras, o acertar con el modo de burlarlas, y mirar. Ver, al fin.

Así es que, de nuevo en esta ocasión, eligió la oscuridad como aliada en su partida. Eso sí, como ya tenía calculada la primera parte del viaje, pudo organizarse los períodos de descanso, proveerse de los alimentos suficientes y dosificar su energía para evitar apuros. Le faltaba el despecho que en su juventud le hizo moverse como un rayo, pero contaba, a cambio, con una mayor sensatez y el deseo hondo de alcanzar su objetivo. No había olvidado la hospitalidad de la tribu que antaño le socorriera y le enterneciera con sus atenciones, incluso recordaba algunos de sus nombres; aún así, llevaba el firme propósito de no dejarse engatusar por sus zalamerías y atacar de corrido la segunda fase de su expedición.

Cuál no sería su sorpresa cuando, al toparse con sus cordiales y antiguos anfitriones, tras las primeras muestras de alegría, y al explicarles como pudo la intención que guiaba sus pasos, ellos se echaron a reír nerviosos y a hablar todos a la vez gesticulando demasiado aprisa para poder entender qué narices era lo que les hacía tanta gracia. Tironeaban de sus ropas para conducirlo adonde estaban acampados los demás. A la postre, recostado —plácidamente rendido— al amor de sus hogares y con el estómago inflado y contento, acabó por deducir lo que con tanto ahínco intentaban comunicarle: no era necesario empeñarse en corretear sin tino, jugándose el tipo por aquellos amenazadores escarpados. Hacía cientos de soles que un grupo de sus más aguerridos muchachos había dado con la clave del laberinto de pasadizos. No tendrían ningún inconveniente en acompañarle y mostrarle el desfiladero definitivo, a través del cual se colaba el perfume del salitre y la brisa jugosa que anunciaba la cercanía de las aguas. A descansar y a tomárselo con tranquilidad.

El esfuerzo fue mínimo, el riesgo nulo y el trayecto una excursión agradable. Más avanzaba por aquella espectacular galería, más raudo le galopaba el corazón; no de agotamiento, sino de ansiedad. Se acabo el intuir, presentir, fantasear; sonaba la hora de oler, de escuchar: lo que empezó siendo un susurro tornóse un potente y fiero rugido. No aguantaba más, iba a explotar de ganas de descubrir la procedencia de manifestaciones semejantes cuando, de pronto, allí estaba frente a él. Inefable. Impensable. Alucinante.

Perplejidad es el vocablo que mejor resume el estado en que Ateforp se vio sumido. Aquella enormidad no se parecía absolutamente en nada a los oníricos grabados en los que él había derrochado su anhelo de conocer y depositado su esperanza. Para ser exactos, no había ni punto de comparación. No es que el océano fuera hermoso, es que era la hermosura misma. La contundencia de su realidad quebraba los hilos de su pensamiento; más: le abría un boquete en mitad del cerebro y se lo ventilaba con un huracán. Sus solícitos acompañantes lo miraban, brincaban como niños revoltosos y se reían —¿de qué narices se reirían?—. Para él, cualquier asomo de regocijo quedaba empañado por la contrariedad que experimentaba. Sus expectativas no habían sido saciadas ni sobrepasadas, sino desbancadas. Aquello no podía estar pasando de verdad.


No podía ser cierto. Sus sentidos estaban traicionándolo, eso era; al igual que le habían engañado con sus dulces modos, estos montañeses... porque tenían que haber sido ellos. Él, confiado, había estado degustando sus caldos y brebajes sin sospechar que buscaban provocar su delirio. Claro, eso era: quisieron embaucarlo para no consentir que llegara a poner en peligro su leyenda. No podía ser de otra manera. No había más vueltas que darle.

Pero superaría la tentación y no renegaría de la inspiración que había movido su mano iluminando su trabajo. Volvería con su pueblo lo más rápido que sus pies le permitieran y les pondría sobre aviso acerca de todas estas contingencias, a la sombra de la sólida realidad de sus marinas espléndidas. A salvo de este vendaval que ahora le revolvía las ideas.

Ateforp dio media vuelta y echó a correr.

por Pilar Benito

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