Capítulo sexto

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El sueño fue un angustioso y oscuro pasadizo que no logró reparar el desaguisado que Andrés tenía en su cabeza. De nuevo fuera de la cancha. Arrancar una vez más no ya de cero, sino de menosnosecuántos. El Eterno Retorno de Nietzsche. La naturaleza de la burbuja. Eso había resultado ser su sacra empresa, burbujas tan brillantes como breves explotando incansables en la punta de sus narices. Mas aún quedaba espuma en sus entrañas para seguir hinchando, con su aliento casi exhausto, el viejo proyecto de su vida: tan simple como ser el que era, dar lo que tenía y recibir lo que le faltaba; crecer en todas direcciones; sentirse digno de sí mismo y considerado con los demás.

Recordó que existía Teresa y descubrió el color del aire atravesado por el sol. Partículas de polvo en suspensión jugaban a ser estrellas de un fugaz microcosmos. Tal vez la impotencia de un hombre quedara redimida al sentirse amado. Tal vez amando un hombre conquistara el señorío de su propio castillo. Un, dos, tres, cuatro. Cinco, seis, siete y ocho. Unos cuantos abdominales evitarían que la molicie corroyera su espíritu voluntarioso, ahora que debía enfrentarse al ocio forzoso del paro.

¿Cómo salir del atolladero? Regresar, como el hijo pródigo, a comprobar si las faldas de su madre no estaban ya demasiado hartas; o si a su padre le daba por sacrificar un cordero, o por guillotinarlo a él con sus insultos acerados y su desprecio. Sería tanto como admitir su fracaso. No podía hacer eso. No podía dar marcha atrás. Aunque pereciera de hambre en el intento.

Se iba a hacer sangre en las encías si continuaba cepillándose con semejante saña. ¡Qué culpa tenían ellos de no tener qué masticar! ¡Ojalá fuera de plástico en lugar de poseer una naturaleza tan vulnerable que le empequeñecía y le esclavizaba con fronteras impropias para su razón! Sólo necesitaba unos cuantos días de margen para resultar imprescindible en cualquier otra empresa, de mayor prestigio a ser posible.

Empuñó su único recurso con un poco de vergüenza y un despiadado escalofrío hizo temblar cada fibra de su ser.

La madre – Al habla. ¡Dígame!

Siempre tan clásica, tan convencional, tan formulista.

Andrés – Hola mamá. ¿Qué tal estás?

Un silencio impertérrito se alzó en ambos extremos del cordón, recordándole aquel otro que, en su momento, cortara el doctor. Inútilmente, pues lazos de un primitivo instinto la unirían a la criatura de forma inexorable, mientras la sangre templara sus respectivas venas.

La madre – Que qué tal estoy. Pero ¿todavía tienes la desfachatez de dar señales de vida, al cabo de no sé cuántos meses, para interesarte por mi salud?

Andrés – ¡Venga! No me lo pongas más difícil.

La madre – Espera que trague saliva... ¿Se puede saber dónde y con quién estás?

Andrés – Estoy aquí, en Madrid. Vivo en un buen apartamento y me las apaño estupendamente. No tienes de qué preocuparte. No os he llamado antes porque no quería que pensarais que os necesitaba para salir adelante. Pero siempre os he tenido presentes en mis pensamientos.

La madre – No he visto otra cosa igual en mi vida. Tienes una cara dura realmente asombrosa. Seguro que te has arrejuntao con alguna de tus zorripastras, os habéis quedado a verlas venir y ahora llamas para saber cómo anda el patio. Por si puedes sacar algo a tu pobre familia que ha sido para ti más que una mina. “Cría cuervos y te sacarán los ojos.” Pues le dices que lo pida en su casa, y que explique a sus padres que es para mantener a un chulo. Un chulo, sí, que eso es lo que tú eres. Vas a acabar sin tener ni dónde caerte muerto. Te lo dice tu madre. Y cuanto más se os da, peor. Porque reconocerás que aquí nunca te faltó de nada.

Andrés – No seas tonta, mujer. Claro que no. Ni ahora tampoco me falta. Y estate tranquila, que estoy más solo que la una, celosona. ¿Por qué no te dejas de tanta monserga y me dices qué tal está papá? No os vayáis a creer que el otro día me olvidé de su cumpleaños. Intenté llamaros, pero no contestaba nadie.

La madre – Ya me extraña, porque no salimos más que a dar una vueltecita.

Andrés – Pues coincidiría. Estaréis como de novios: al fin solos.

La madre – Deja de decir memeces, que no está el horno para bollos. Tu padre, como te agarre, te descabella. Le has fallado en todo. Dice que ya no eres hijo suyo y que espera no volver a verte en lo que le resta de vida.

Andrés – ¿Y tú?

La madre – ¿Yo? Yo, si te cojo, te deshojo pelo a pelo como a una margarita.

Andrés – Siempre tan ocurrente, da gusto. No sé por qué me parece que no he tenido una buena idea. Si quieres, cuelgo y santas pascuas.

La madre – ¿Lo ves? ¿Ves como eres un chulo? ¿Qué esperabas, que me pusiera a gimotear como una boba y te balbuceara con voz entrecortada: “Vuelve, hijito mío, que no sé qué hacer sin ti”? Secos tengo los ojos de tanto que llevo llorado por vosotros. Ya no me queda dolor, sino vacío. ¿Cómo vas a comprenderlo si nunca te has sentido responsable ni de ti mismo? Y no me quieras hacer creer que te va bien, que estás hablando con quien te echó al mundo... ¡Mamarracho!... Seguro que estás en los huesos... Y si no hay nadie contigo, ¿quién te lava la ropa?, ¿quién te plancha las camisas? Irás hecho un guarro... ¿Cómo vas a haber encontrado trabajo? No me hagas reír. Como no sea de espantapájaros en la plaza pública...

Andrés – Tú nunca has confiado en mi valía. Para que te enteres: estoy de reportero gráfico en una de las revistas más prestigiosas del país; voy hecho un pincel gracias a la lavandería de la esquina; y, cuando salgo a pasear, causo respeto, que no espanto.

La madre – Lo que me temía: estás en la calle. Si no fuera así, no necesitarías inventar esa sarta de estupideces. En fin, procuraré enviarte un giro sin que se entere tu padre. Ni tus hermanos, claro. Aunque bien exprimida me tienen ellos también. Dame tus señas, anda.

Andrés – Te las doy, pero para que te des un garbeo por estos lares y compruebes por ti misma que todo lo que te he dicho es cierto.

¡Ah, las madres! ¿Quién sabe qué es lo que utilizan las madres para escuchar más allá de lo que oyen y observar más allá de lo que ven? ¿Cómo hacen para censurar y comprender a un tiempo? ¿Para vapulear y aliviar la pupa a sus pequeñines? Fue gracias a ese escondido sentido, como Andrés recobró, a medias, su empobrecido ánimo. Tendría que aprender a esperar y ayunar, como Siddharta, para permanecer sereno ante el viene y va de la suerte, y para lucir con dignidad el poco pellejo que aún le cubría los huesos mientras le llegaba o no le llegaba el giro de su rezongona bienhechora.

Descansar. Desposeer su mente de toda preocupación material para regodearse en el deseo de ver pasar raudas las horas que le distanciaban de la presencia física de Teresa. Todo ansia y todo calma, fue hilvanando los minutos con un hilo de ilusiones. Fuera de ese bordado, todo lo demás olía a muerto. Su amor era un carro de fuego que le elevaba sobre las aguas estancadas hacia un horizonte de purísimos lotos, donde sólo almas como la suya podían solazarse en la contemplación de un paisaje inefable.

De pronto sonó el timbre. No ganaba para sustos. ¿Quién podía ser? ¿Quién venía a perturbar su maravilloso éxtasis? ¿La portera, blandiendo cruel el comprometedor recibo impagado? Mientras no intentara cobrárselo en carne, todo podía arreglarse. Pegó el ojo a la mirilla. Bueno, pegó el destartalado culo de vaso tras el que miraba su ojo. ¡Glup! Era ella. Era Teresa. Estaba haciéndole guiños y coquetones mohines, indicándole que le había descubierto y que quería que le abriera la puerta. Él permaneció inmóvil. Tenía puesto un pijama con la cinturilla tan desgastada que se le caía constantemente, pero no podía pedirle que aguardara en la escalera hasta que él se vistiera con algo decente. Así que se agarró el pantalón con una mano y abrió la puerta con la otra, escondiéndose tras ella mientras daba paso a su amada. Ella entró decidida, se paró frente a él y, buscando asustada su mirada, exclamó:

Teresa – ¿Es que estás enfermo o algo así?

Andrés – No, no. He pasado el día vagueando y como no esperaba a nadie...

Teresa – Fuiste tú quien me invitó. Y como anoche no apareciste por donde Ramiro, vine a ver si se te había pasado la resaca.

Andrés – No tienes que darme ninguna explicación. Tú puedes venir siempre que quieras. Ven, siéntate aquí. Si miras hacia la cocina, me pongo cualquier cosa y te preparo un té. Pero no vuelvas la cabeza, que soy muy tímido.

Ella sonreía entre condescendiente y picarona. Daba gloria verla sonreír así. Daba gloria verla de cualquier manera. Se sentó a los pies de la cama para meterse el vaquero y dibujó en el aire la nuca de ella con el lápiz de su anhelo. Resbaló por su espalda sin querer y ella debió notarlo porque, de repente, dijo: “Oye, no hace falta que te pongas ahora de tiros largos”. Y él: “Enseguida acabo”. Debía de estar soñando. Estas cosas siempre le pasaban a otro. Demasiado bueno para ser cierto.

¡Ay, ay, ay, ay, ay! Vivió aquellos instantes de cristal con temeroso y sumo cuidado. Algo haría ‘crac’ y todo aquello se quebraría en irreconstruibles añicos. Teresa no era exactamente una venus, en el sentido canónico de la palabra, pero era pequeña y dulce y tenía boca de muñeca: redonda, con los labios un poco hacia fuera (se imaginó a sí mismo, en la penumbra de aquella tarde, pidiéndole con voz muy queda: “Deja que te bese una vez más, morritos”), y unos ojillos oscuros e intensos que le hurgaban en el pecho como alfileres vivos, y una actitud prudente y desenvuelta, fina y cordial. Vamos, un manojo de virtudes. Así, al menos, la veía él, que era lo que importaba.

Teresa – ¿Cómo te va con la tesis?

Andrés – ¿Con la qué? ¡Oh, sí! Con la tesis. Pues no muy bien, la verdad. Estoy atravesando una auténtica crisis intelectual. Dudo de ciertos postulados que tan sólo hace un mes me servían de cimientos para la estructura de mi exposición ideológica.

Teresa – Ya. Que estás despendolado y no pegas palo al agua.

Andrés – ¿También tú vas a meterte conmigo?

Teresa – Yo con más motivo. Yo me intereso por ti porque me importa mucho que te vaya bien.

Andrés – Gracias. No te andas por las ramas. No sé si voy a aguantar tu velocidad.

Teresa – No tengas miedo. Voy a quererte bien.

Andrés – Vale ya, por favor. Nos hemos conocido hace unos días. No sabemos nada el uno del otro.

Teresa – ¡Uy, que no! Yo, por ejemplo, sé que tú has visto demasiadas películas, que estás lleno de rarezas y que eres un poco cobardica. Y seguro que, cuando nadie te ve, escribes poemas.

Andrés – Eres perspicaz. Creo que eso es lo que más me gusta de ti. Eres bonita y felina, al tiempo que acogedora y cálida.

Teresa – ¿Quién es el que va lanzado ahora?

Andrés – Tú rocías mi camino con aceite.

Teresa – ¿Tienes algo que oponer?

Andrés – No.

Se besaron hasta que los labios empezaron a escocer. Para entonces, Teresa tenía la barbilla toda despellejada y Andrés toda la boca abrasada.

Andrés – Pobrecita, tendría que haberme afeitado.

Teresa – No te preocupes, ha merecido la pena.

“¡Milagro! ¡Milagro!”, gritaba en su interior. Se había puesto a cien, pero había logrado aguantar... sequito, ya me entienden. Era un buen puerto su nueva amiga, despejado y seguro. Parecía dispuesta a curarle de tanta incomprensión que, cual un tumor infame, iba devorando su energía vital. Sabía saltarse sus prejuicios a la torera y activar la llave de su hombría. Por primera vez, no se sentía avergonzado ante una demostración sexual, sino orgulloso. Más: enaltecido. Si no siguió adelante fue porque ella no pensara que quería aprovecharse. Y porque, en un momento de máximo ardor, ella le susurró, entre suspiros, que no estaba utilizando ningún tipo de anticonceptivo.

Salieron a la calle cuando era casi de noche. El aire era denso, pero a ellos Cupido les había puesto alas en los pies. Flotaban agarrados de la mano, mirándolo todo como si fuera la primera vez que doblaban aquella esquina, o que pasaban por esa farmacia, por ese estanco, esa zapatería. Entraron en el pub con las caras radiantes y saludaron a las otras tres patas del banco, que les habían tomado la delantera.

Inda – Parece que la niña se ha llevado el gato al agua.

Gara – Aún existen los flechazos. Es un consuelo.

Teresa – Se prohíben los comentarios de todo tipo, sean bien o malintencionados. Que, si la envidia fuera tiña, ¡cuántas tiñosas habría!

Inda – Oye, bonita, que aquí nadie se ha metido contigo.

Teresa – Por si las moscas.

Inda – Todo lo contrario. Nos alegramos mucho. Hacéis una buena pareja. Tal vez un poco alto para ti.

Teresa – Inda...

Inda – No he dicho nada. ¿A qué estamos esperando? ¡Vamos a celebrarlo!

¡Socorro! Más celebraciones no. Además, con el estómago vacío podría ser contraproducente. Intentó buscar un aparte con su chica para explicarle que no tenía ni un duro, porque los pocos que le quedaban eran para ir en Metro a buscar trabajo, o para comprar algo de comida cuando ya no aguantara más. También convendría aclararle cuanto antes que él de intelectual mucho, pero de licenciado nada. Tarde o temprano, acabaría descubriéndolo, y buena gana de que una mentirijilla sin importancia se convirtiera en un obstáculo para sus amoríos. Pero ella interpretó mal sus requerimientos y, cada vez que le hacía un gesto o le apretaba un brazo, le correspondía con una sonrisa plateada y cuatro cucamonas. Ajena como era a su duelo interior, estaba lejos de sospechar el porqué del comportamiento reservado de Andrés, por lo que procuraba incitarle a salir de él: “Te pones más guapo cuando no estás tan tímido”. Él miraba, taciturno, las botellas de cerveza vacías que iban agrupándose en el mostrador. Con la esperanza de que cada uno pagara lo suyo, no se había pedido nada. Pero eso de que allí todo el mundo brindara a su salud le daba muy mala espina.

Andrés – A mí me vais a perdonar, pero hoy de verdad que estoy molido.

Inda – ¿Estáis escuchando lo mismo que yo? Este chico delira. ¿Adónde te vas a ir tú, si estamos festejando tu fortuna? Te llevas una auténtica joya. ¡Ay, si su madre viviera para ver esto!

Andrés – ¿Qué le pasó a tu madre?

Teresa – Nada. Ya te hablaré de mi familia en otro momento. Y procura no hacer a éstas demasiado caso, que están de chufla y no saben si matan o espantan.

Andrés – Por eso quiero irme. Me apetece estar tranquilo. Acompáñame.

Teresa – Creía que no me lo ibas a pedir. Pero, espera un momento, habrá que pagar todo esto.

Andrés – Yo no he tomado nada. Además, llevo una hora intentando decirte que no llevo un perejil.

Teresa – Por eso no te preocupes. Ramiro te fía.

Andrés – Pero es que a mí no me gusta deber nada a nadie.

Teresa – ¡Qué recatado eres! Aquí hay confianza para eso y para más, ¡tonto! A no ser que resultes un tacaño empedernido y lo que no te guste sea aflojar la mosca.

Andrés – Me estás poniendo en un compromiso, Teresa. No deberías hablarme así delante de tus amigas.

Teresa – Olvídalo. Si por cuatro cervezas de nada te vas a poner como un energúmeno, las pago yo y ya está.

Andrés – Haz lo que te dé la gana. Yo me voy.

Evitó sus ojos, que le buscaban, y giró en redondo a punto de echarse a llorar. Alcanzó la puerta con potentes zancadas, pero su pretendido arrojo se desmoronó al traspasar el umbral. Si aquellos que porfiaban en quererle le ocasionaban tales trastornos, ¿cómo no reconocer cierta la sabia sentencia: “Homo homini lupus”? No estaban en sus manos los hilos del comportamiento ajeno, ni del propio. No podía evitar herir y ser herido, desengañar y desengañarse. Si hallara el modo de prescindir de todos y habitar un mundo hecho a la medida de su lógica, un sueño grande y fuerte que difuminara la realidad y cuyo orden ninguna mano externa se atreviera a trastocar; si supiera renunciar a controlar el discurrir de la historia y se acomodara en una utopía en la que poder jugar a ser sin correr riesgos; si vivir fuera tan sencillo como interpretar una comedia con la palabra fin escrita en la última página; si diera rienda suelta a sus más genuinas tendencias y, ostentando de su locura, consiguiera ser declarado irresponsable; tal vez entonces, en su epopeya privada, interpretara por fin al héroe por el que su sangre clamaba: el que siempre intuyó despierto, impaciente, preparado.

Mientras tanto, lo mejor que podía hacer era ir a esconderse a su malquerida y malpagada trinchera, antes de que nadie se diera cuenta de su tremenda vulnerabilidad. Esa chica era un auténtico diantre. Estaba haciéndole perder el sentido de la medida. Se le había colado dentro y le estaba revolviendo los sesos, trenzando sus venas, hormigueándole entero el cuerpo. Un puño de acero le atenazaba el pecho encorvando su sombra en el asfalto. Al menos, debería haberle dado la ocasión de explicarse. Pero ella ignoraba que no podía exponer su verdadera situación en público sin tirar por la borda todo el esfuerzo que llevaba realizado por posicionarse en el barrio.

Claro que así, también quedaba arruinada su fama. Le tildarían de roñoso y de antipático, e intentarían llenar la cabeza de Teresa de toda suerte de prevenciones. ¡Ojalá que ella le amara más allá de su posición social o de sus títulos! ¡Ojalá apreciara su capacidad interior, sin atender a los logros materiales no alcanzados!

Se exprimía la sesera dilucidando la forma menos dolorosa de salir de tan incómoda coyuntura, y pisoteaba la sucia geometría del pavimento como si tuviera algo que ver con sus adversidades. Todavía no estaba todo perdido. Pese al bajón anímico por el que resbalaba, no estaba dispuesto a dejarse ganar la partida. Aún no había librado la última batalla y nadie podía echar las campanas al vuelo, pues quedaba por ver quién sería el vencedor y quiénes los vencidos. La vida le había enseñado que hundirse en la desesperación no resultaba práctico, aunque a él le sirviera, en más de una ocasión, para penetrar en estados propicios a la creación poética. Pero no era ahora momento de componer versos. Necesitaba ser eficaz y poner los pies en el suelo. Actuar con precisión y cautela, pues la llama que calentaba su pecho bien merecía el esfuerzo.

Miró hacia atrás tropecientas veces con la vana esperanza de que ella hubiera optado por correr tras él. Pero no. La calle se le antojó anormalmente desierta y larga. Le hubiera gustado echar a andar sin rumbo, como cuando te sientas en un coche y te dejas llevar y vas mirando todo y nada y un montón de pensamientos entran y salen de tu mente anárquicos y ligeros como aviones de papel y tú los observas con el mismo distanciamiento con el que observas los árboles que abandonas a ambos lados de la carretera sin intención de nada, sólo porque vas corriendo o alguien corre por ti y tú te muestras condescendiente porque no quieres que cese ese fluir, porque no quieres llegar a un destino donde presientes que la fuerza de la gravedad retornará pesados y lentos tus pensamientos y tus sueños. Pero no. Vencido por el deseo de congraciarse con su enamorada, se dirigió a su ratonera. No fuera a ser que a ella, tras reflexionar sobre su actitud, le diera por presentarse de improviso y, al no encontrarle, creyera que había ido a gastarse él solo lo que no había querido gastar con sus amigas.

No obstante, su espera resultó infructuosa. Las horas fueron resolviéndose con una lentitud exasperante. Se sentía injustamente torturado por un cruel rosario de desajustados azares. El cuerpo, tras los apasionados roces vespertinos, se le había quedado en carne viva. Cada poro era una herida abierta que escocía. Y la ausencia de Teresa era una ducha de alcohol que rociaba sus llagas sin compasión. En su boca todavía llevaba el sabor de la otra. Y todo él no era sino una añoranza. Una sed. Un tormento. Cuando comprendió que se había hecho demasiado tarde, dejó que le corrieran por la cara las lágrimas que había estado conteniendo por no ser sorprendido con los ojos enrojecidos y la expresión descompuesta. Ya qué importaba. Ella no llegaría. Al diablo con tanto paripé y tanta cabeza en su sitio. Volvería a ser juicioso por la mañana, pero ahora daría rienda suelta a su exacerbada sensibilidad. Hiparía hasta no poder más y escribiría, moqueando en el rollo de papel higiénico:

¡Qué larga la noche
consumida en un mar de ansias
como una copa eterna
de nada!
¡Qué derrochado el anhelo!
¡Qué desperdiciadas las brasas!
¡Qué irrecuperable el tiempo
descuidado en tu añoranza!
¡Qué escurridizo el deseo
que se me va cayendo al alma!

***


Amaneció sin amanecer durante tres o cuatro días, no sabía bien. El juicio no le volvió y no podía sino arrastrarse como dopado de rincón en rincón. Cada paso en la escalera, cada puerta que se abría o se cerraba, cada rumor de los extraños que pasaban bajo su ventana, cada coche que frenaba o arrancaba, eran al mismo tiempo motivo de temor y de esperanza. Hasta que no significaron nada y él siguió computándolos de forma mecánica. Vacío de emociones. Cerciorado ya de que había sido expulsado de los tejemanejes del mundo de los vivos.

Aún reunió unas pocas fuerzas para sorprenderse por la determinación con que aquellos ruidos avanzaban hacia él.

La portera – Vivir, vive aquí. Pero no sé por dónde andará, porque yo hace días que no lo veo.

Cartero – Muchas gracias, señora. Pero no era necesario que subiera usted conmigo.

La portera – No se preocupe. Lo hago por mi circulación. Y por ver si está enfermo el inquilino, o si se ha dado a la fuga.

Cartero – ¿A la fuga?

La portera – No, que como debe el alquiler, lo mismo ha tomado las de Villadiego, ya me entiende.

Cartero – ¡Ah, no! A mí no me meta en líos, que yo vengo aquí a cumplir con mi deber y no me interesa enterarme de la vida de nadie. Bastante tengo ya con la mía, no crea usted.

La portera – Oiga, a mi no me trate de chismosa, pues sí que estamos apañaos. Y dele a la puerta con un poco más de garbo. Aunque me parece a mí que éste...

Cartero – Encima me va a tocar volver otro día, porque el giro no lo puedo entregar si no me echa la firma el interesado.

El giro... ¡el giro! Y él con esos pelos. Su aspecto era el de un auténtico desesperado. Sin lavar, sin afeitar, con los párpados hinchados, y sin poder ver tres en un burro, pues los restos de las gafas se le habían despistado por ahí, fue dándose de trompicones hasta lograr aferrarse al pomo de la cerradura. Apenas si se sostenía en pie, de modo que entreabrió costosamente una rendija por la que el cartero, con su mejor intención, intentó meter el hombro. De suerte tal que la puerta pellizcó el dedo gordo del desnudo pie de nuestro desdichado Andrés, el cual, en un gesto reflejo y sin calcular sus posibilidades, se agarró la moradura con ambas manos y, al cargar todo el peso sobre la enclenque pierna izquierda, se pegó una costalada de padre y muy señor mío.

La portera – Pero ¿qué diablos sucede aquí? —exclamó la bruja desalmada frunciendo el ceño sin procurar disimular la repugnancia que le inspiraba el hedor que se escapaba a rienda suelta—. Si ya se sabe que un hombre solo es un desastre. Fíjese qué tufo. Ha convertido el estudio en una leonera. Con lo coquetón que estaba cuando él entró.

Cartero – Por favor, ¿es que no tiene compasión? Este muchacho se encuentra en un estado cadavérico y aunque no sea de mi incumbencia, francamente, entre un cuartucho de mala muerte y un ser humano no debería haber lugar a dudas.

Pero ¿de quién estaban hablando? No era posible que se refirieran a él en semejantes términos. ¿Tan hundido estaba en la miseria como para inspirar lástima a los carteros?

Andrés – No se preocupe usted por mí. Se trata de una intoxicación pasajera. Ya sabe, la mayonesa en verano, los dueños de los bares que no tienen conciencia. Pero ya está puesta la denuncia correspondiente y espero recibir algún tipo de indemnización.

Cartero – Claro, claro, casos como el suyo están al orden del día. En fin, si puede firmarme aquí, con gusto le ayudaré a llegar de nuevo a la cama. Tiene usted muy mala cara.

Andrés – Gracias, pero no se moleste, de veras. Siento haberle hecho perder su valioso tiempo.

La portera no se aventuró a decir ni mu. Aunque bien sabía él que se trataba de una tregua endeble y transitoria, al menos por el momento no se atrevería a poner de patitas en la calle a un pobre enfermo. Sobre todo, después de enterarse de que había recibido un despampanante envío postal.

El claro revés sufrido por su ego le despertó ligeramente y consiguió templarle la sangre en las venas. Le dolía la cadera. Bendito dolor, pues también contribuyó a alertarle los sentido amodorrados por la abulia y la falta de alimento. Miró aquel sobre, al que sus manos se asían como a un salvavidas, y quiso ver en él un símbolo, una señal, un vaticinio: la diosa Fortuna volteaba su atolondrada cabeza para sonreír juguetona en su dirección y poner fin a la mala racha que estaba atravesando.

Como si aquel atisbo de fe hubiera sido capaz de mover la montaña, el timbre del teléfono volvió a alegrar la sordidez de su flagrante soledad.

Andrés – Sí, ¿quién es?

Teresa – Soy yo, Teresa.

Andrés – ¡Teresa! ¡Qué alegría oír tu voz!

Teresa – ¿De verdad? No sé... es que estaba aquí en el curro pensando en ti y me he dicho a mí misma: “¡Venga, llámale a ver qué tal está!”.

Andrés – Pues muy mal. Bueno, estos últimos diez minutos un poco mejor, pero he pasado unos días horripilantes, catastróficos. Creí que ya no querrías volverme a ver.

Teresa – ¡Exagerado! Fuiste un poco grosero, no te lo voy a negar. Por eso esperaba que fueras tú quien diera el primer paso.

Andrés – Es que no me resulta fácil explicarte todo lo que te tengo que explicar.

Teresa – No será para tanto, hombre, no pongas esa voz de ultratumba. ¿Por qué no me recoges a la salida del trabajo?

Andrés – Me parecería una idea estupenda si supiera cómo llegar hasta allí.

Teresa – Tienes razón, nunca te he contado a qué me dedico. ¿Y si quedamos en esa cafetería que acaban de abrir en López de Hoyos? Allí podremos charlar a gusto.

Andrés – Vale, me parece bien. ¿Sobre las ocho?

Teresa – Sí, sí. El día se me va a hacer eterno de las ganas que tengo de que lleguen las ocho.

Andrés – No digas esas cosas, mujer, que no estoy acostumbrado y no sé cómo contestarte.

Teresa – Es lo mismo. Con imaginarme la cara que estás poniendo ya tengo bastante.
Tírame un beso, que yo no puedo.

Andrés – ¡Muac! Tómalo como anticipo.

Teresa – Así lo hago.

El calor en la voz de Teresa bastó para reanimarle definitivamente. Abrió la ventana de par en par y localizó sus desgraciadas lupas que, como él, sobrevivían a cada naufragio con alguna que otra cicatriz de más. Para que no le faltara de nada en el reinicio de sus negociaciones con el mundo, su buena estrella rutiló señalando el armarito que colgaba sobre el fregadero para que pudiera encontrar, entre un paquete de sal gorda y otro de harina integral, un luminoso sobre de sopa. Mira tú por dónde, hasta su estómago tenía de repente motivos para sonreír.

Se tomó todo el tiempo del mundo para ponerse a punto. Se adecentó convenientemente. Se desvistió los malos humores. Fregoteo por todos los lados, al tuntún, por satisfacer la necesidad que sentía de reordenar su existencia, y por sacar la pena de hasta el último rincón de aquel aire alquilado. Preparó el caldito con mimo, sin dejarse dominar por la ansiedad. Y, una vez sentado ante el humeante plato, rasgó aquel sobre preñado de esperanzas, con la imagen de su buena madre erguida en el centro de su frente. Veinte renglones torcidos y llenos de faltas de ortografía, acompañaban a un billete mondo y lirondo. ¡Caramba con la vieja! Descuida, que no se arruinaría a causa de su generosidad. Entre cucharada y cucharada dio en pensar para qué iba a alcanzarle aquella miseria. Cinco mil cochinas pesetas, menudo lujo. Y encima le ponía que se lo tomara como un regalo, ya que su cumpleaños estaba próximo, y que no quería herirle en su amor propio. ¡Arcana! Ya sabía él de qué pie cojeaba. Evitó, no obstante, sulfurarse demasiado, no fuera a indigestársele aquella agua amarillenta que caía en su estómago como la lluvia en un pantano estiado. Menos daba una piedra. Mientras él lograra mantenerse firme por dentro, podría enfrentarse con la más cruda de las penurias y salir adelante. Lo único que importaba era su situación con respecto a sí mismo, y a su amada, por supuesto.

Bajó a comprar unos huevos, para cocerlos, y cien gramitos de jamón york. No convenía perdigonear su estado de salud con una alimentación ruda e indiscriminada, tras el ayuno ejemplar que le había dejado como la radiografía de un silbido. Por un lado bien, porque se llevaba la gente estilizada. Pero por otro, como no consiguiera unos tirantes o un cinturón, perdería los pantalones a las primeras de cambio.

El caso es que, entre pitos y flautas, fue cayendo la tarde acercándole la hora clave en la que, definitivamente, habría de echar toda la carne al asador. Hablaría con Teresa cara a cara, sin tapujos, acerca de lo que era —no de lo que soñaba ser—, y de lo que no tenía —no de lo que no necesitaba—. Sentía su espíritu extrañamente sosegado y es que quien, como él, ha tocado fondo, no tiene ya miedo a nada.

Doña Meticona aguardaba, ojo avizor, en la escalera. De tal guisa que no habría habido forma humana de eludir su estratégica acometida.

La portera – Querido vecino, ¿se ha recuperado usted tan pronto?

Andrés – No, no, ¡qué va! Lo que pasa es que tengo que salir a comprar unas medicinas y así a ver si me da un poco el aire, que mal no me ha de venir.

La portera – Ándese con cuidado, no le vaya a subir la fiebre.

Andrés – Es usted muy atenta, pero no lo creo. El mal está cediendo y un poco de ejercicio seguro que me ayuda a recuperarme.

La portera – Es posible. Y hablando de otra cosa...

Andrés – Discúlpeme, pero tengo una prisa loca, porque a este paso me van a cerrar la farmacia.

Escapó sin disimulos como si estuviera participando en los cien metros lisos. Demasiado bien sabía él de qué quería hablarle. Hasta salir a la calle se le estaba poniendo difícil. Pero que no le tocaran mucho las chimpampas, porque era capaz de cometer cualquier locura. Si la honradez le había sumido en tan absurda insolvencia, tal vez estuviera sonando la hora de cambiar de bando. Tonterías. Hay que ver la de tonterías que se piensan cuando tocan las vacas flacas. Si ni siquiera serviría para ayudar a Fernando en trapicheos de poca monta. Y no porque le pareciera moralmente reprochable, sino porque no tenía madera de comerciante. Había manguis en el barrio que se lo montaban de encargo y es que daba gloria ver la seriedad y la responsabilidad con que complacían a sus aprovechados clientes.

Cliente – ¿Y no podrías tú conseguirme unos calcos guapos, de piel, ya me entiendes, de esos que son así, así y así? Calzo un cuarenta y dos.

Chorizo – Por supuesto que sí. Y un bolso para tu mujer, si quieres, que hay en el mercado ahora mismo unos preciosos. Cuestan la de dios, pero tú sabes que con cuatro talegos lo has arreglado conmigo. Dos por cada artículo. Porque eres amiguete, claro, que si lo negociara así con todo quisqui no me compensaría salir a trabajar.

Cliente – Venga, deja de dorarme la píldora, que me parece bien. ¿Para cuándo crees tú que me los podrás pasar?

Chorizo – Yo qué sé. Dame tres o cuatro días, que la ocasión no se puede forzar. Ahora me lo tengo que hacer con mucho cuidado, porque como me coloquen, con el juicio que tengo pendiente, me puede caer un marrón que no te quiero ni contar.

Bueno, sí, toda profesión tiene sus riesgos: al torero le puede pillar el toro; el alondra caerse del andamio; al cazador puede salirle el tiro por la culata; y el administrativo lo fácil es que se muera de aburrimiento. En cuanto a nuestro Andrés, estaba fuera de combate antes de que se oyera el primer disparo. Todos tenían su frente, su territorio y sus planes para defenderlo. Andrés no quería luchar, o no sabía cómo hacerlo. Pero saberse marginado de ese único suceso, de ese pulpo gigantesco que tenía tentáculos para todos menos para él, estaba haciéndole sufrir las consecuencias de todos los posibles riesgos sin haber asumido ninguno.

***


La cafetería de marras era lujosa e impersonal. Las mesas, blancas, la encarnación misma de la frigidez. Era demasiado pronto para que Teresa hubiera llegado y eligió el último rincón para esperarla. A la segunda coca-cola, como una aparición, la vislumbró a través del cristal empeñado del vaso. Menuda y chispeante. Sonriéndole con los ojos porque tenía los labios ocupados en hacer un mohín adorable.

Teresa – Te vas a agujerear el estómago con esa guarrería.

Andrés – ¿De dónde has salido? Deja que te toque para acallar mi incredulidad.

No fue difícil permitir que su corazón hablara sin necesidad de antifaces. Ella bebía sus palabras sin interrumpirle y acariciaba su mano lentamente sobre la mesa. Si estaba sorprendida lo disimulaba. Sentía el esfuerzo con que Andrés iba levantando la losa de sus mentirijillas y, simplemente, se concentraba en colaborar con él para que ésta no cayera entre ambos inoportunamente. Le contó su vida y milagros entremezclando una época con otra; atropellándose con sus propias impresiones; ramificándose en anécdotas que no venían al caso, pero que distendían su narración y la cara de Teresa; enhebrando su existencia con un afán de sinceridad tal que él mismo quedó asombrado ante tamaño examen de conciencia.

Cuando la camarera se acercó a ver si les faltaba algo, el tintero estaba casi lamido y Andrés, entre exhausto y evaporado, se recostó en el respaldo de la silla y se encogió de hombros como aquel que dice “esto es lo que hay” o “no hay más cera que la que arde”.

Teresa – Esta vez, mi sexto sentido no ha dado de sí lo suficiente. Habría necesitado siete u ocho para darme cuenta de lo que estaba pasando. Te agradezco que me hayas ayudado a entenderlo.

Andrés – Entonces, ¿no te importa que ni siquiera me haya licenciado y que, en la actualidad, ejerza de paria que no tiene ni dónde caerse muerto?

Teresa – Por lo menos ahora sé que no es que fueras un tacaño. No, enserio, me importa si te importa a ti. Porque no es agradable estar junto a alguien que se siente fracasado. Pero en el fondo... Verás, yo no tengo apenas estudios. Tan sólo el graduado escolar, que conseguí aprobar el año pasado asistiendo a clases nocturnas. Mi vida no transcurre en un ambiente demasiado interesante. Trabajo en una peluquería del barrio, lavando las cabezas de las marujas mientras acepto pacientemente sus comentarios, sus desahogos... y sus propinas. Temía que no me consideraras a tu altura.

Andrés – Eso desde luego, porque mira que eres bajita.

Teresa – Habló el adonis. Tuve que hacerme mayor antes de acabar de crecer. Eso se queda para los niños de papá como tú.

Andrés – Oye, oye, que yo he renunciado a mi bienestar pequeño burgués.

Teresa – Sí, pero me da la ligera impresión de que te has cagao por la patilla. De que te avergüenzas de tu desclasamiento. De que te asusta que el tener que buscarte la vida te impida vivir. ¿Doy en el clavo?

Andrés – Por ahí van los tiros, sí. ¿Es que a ti no te preocupa malgastarte en empresas mezquinas, donde se menosprecia tu capacidad?

Teresa – ¡Ay, hijo! Yo no me permito el lujo de planteármelo, no he tenido tiempo. Nunca nadie me resolvió la papeleta ni costeó mis reflexiones. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años y mi padre, ya le conocerás, es un borrachín incorregible que no sabe cuidar ni de sí mismo. Mi hermano tiene sus propios problemas. Y yo he sabido desde siempre que como no me espabilara en llegar a la montaña, la montaña no iba a venir hasta mí. Tengo aspiraciones sencillas que tienen que ver más con mi satisfacción personal que con el peldaño que pueda llegar a ocupar en esta monumental escalera de Babel. Sueños del tipo: tener una peluquería de mi propiedad y hacer pases de modelos con peinados de mi creación, con música en directo y luces espectaculares. Así es que procuro estar en buena disposición para agarrar al vuelo el menor atisbo de buena suerte que centellee en mi camino.

Andrés – ¿Soy yo uno de esos atisbos?

Teresa – Pero ¡qué presuntuoso! De ti me he enamorado, so zopenco. . No tiene nada que ver. No sé si me convienes o no, ni me importa.

¡Ah l’amour, l’amour! Esa campanilla alegre y nerviosona que hipnotiza y distrae con su tintineo nuestra más elemental facultad para discernir. Que vuelve loca la balanza de nuestras conveniencias y manda a hacer puñetas nuestros planes, nuestros bien trazados proyectos. No hay brújula que funcione en semejante terreno. No hay norte en el amor. Ni puerta de salida. Es un incendio que no remite hasta que no estás bien chamuscadito por todos los lados. Es ciego, como atinadamente subraya la sabiduría popular. Y sordo. Intrépido. Arrollador. Insensato. Y maravilloso.

Andrés – Haces que me sienta como el más afortunado de los hombres y que no me suene a tópico cuando te lo digo.

Teresa – Puedes dejar de añadir coletillas para hacerte el diferente. Para mí ya eres el único. Así que permítete un poco de vulgaridad y dímelo con dos palabras: esas que ya todo el mundo ha dicho antes.

Andrés – Ahí va: “Teresa... (sudaba y sudaba y tenía las manos heladas y una vena por el cuello que latía como las sienes que explotaban y las orejas se le pusieron coloradas) te quiero.

Y allí mismo, en ambas palmas de las manos de ella, pues no llevaba papel y en una sola no cabía, le dedicó estos versos:

Si no fuera por tu imagen
encendida
tan oscuro el mundo entero
se mostrara
que no habría sol ni láser
ni fuego oculto alguno
que prendiera
esta flor que se me apaga
si no fuera por tu imagen
encendida

Si no fuera por tus ojos
luminarios
tan espesa la niebla
y peligroso el follaje
que no habría de caminar
dos pasos
sin perderme o sin
cansarme
si no fuera por tus ojos
luminarios

Y los selló con un beso. (Es que este chico no tiene remedio ¿eh?)
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