Despedida del autor

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Hasta aquí, leales lectores, hemos llegado. No me cabe la menor duda de que todos ustedes ya habrán adivinado lo que no puedo seguir ocultando por más tiempo: Andrés y el Sumo Hacedor de esta aventura literaria son una misma persona. O sea, que yo, el que les ha narrado toda la película y el protagonista de la mencionada, somos uno y sólo uno. Es una historia absurda —qué me van a contar—, pero es que la realidad siempre supera a la ficción.

En la editorial me convencieron de que mi imagen no tenía gancho comercial. “La mujer —aseveraban— es el hombre del futuro.” Era preciso encontrar a una que supiese vender en las entrevistas y diera una talla más o menos digna durante la promoción. Yo, al principio, me negué en redondo. Pero, después, sucumbí a la impaciencia de ver mi libro en la calle. De todos modos, avisado por los años y los toros lidiados, hice redactar una cláusula en el contrato en la que se especificara mi derecho a imprimir al pie de mi obra esta nota aclaratoria.

Aunque sé que no es necesario, quiero contarles, como prueba irrefutable de la autenticidad de mi autoría e identidad, qué fue de mi esposa y de mí después de cruzar el FIN. El bodorrio estuvo, cuando menos, entretenido. Nos tiraron arroz a la puerta del juzgado, como los cánones mandan, y Teresa le acertó en un ojo, con las margaritas, a una chica que se había traído Fernando por su cuenta y riesgo. El restaurante donde habíamos encargado las medias noches estaba cerca. También sirvieron patatas fritas, taquitos de queso, aceitunas, cortezas y cosas así. La sangría, aunque peleona, entraba que daba gusto.

Mis padres se mostraban un tanto renegados. Tuve que andar pendiente de que no hablaran demasiado rato seguido con Martín, para que no pudieran intercambiar impresiones. En cualquier caso el señor Martín se puso tan pesado que nadie quería arrimarse a él. Quedó arrinconado junto a Germán y dos o tres amiguetes más, compañeros de parranda y evasión, con los que se había ventilado seis litros de un grueso tintorro.

Los invitados —y los invitados de los invitados— no tardaron en desaparecer en cuanto se acabaron las viandas. Para entonces, nosotros estábamos ya bastante cansados. Nos habían besado y pellizcado los carrillos hasta más no poder. Habíamos procurado sonreír a todo el mundo y recoger agradecidos sus aportaciones. Todavía no sabíamos qué cifra habíamos reunido y queríamos irnos directamente a contar la pasta y a planear el viaje del día siguiente. Tuvimos que aguantar, sin embargo, un par de discotecas y un espectáculo erótico al que nos llevaron casi a rastras para que aprendiéramos. Cuando quisimos percatarnos, nos habían dado las tantas.

Así se explica que a las nueve de la mañana, cuando nos levantó de la cama aquel señor tan almibarado y tan despierto, anduviéramos nosotros tan lentos de reflejos. Nos endiñó un álbum entero, que ya traía él compuesto, lleno de fotos para el recuerdo. No nos habíamos enterado ni de cuándo nos las habían tirado. Me vino a la memoria mi estancia en La Coruña y no pude evitar sonreírme a mí mismo con condescendencia. Fue un auténtico golpe bajo, pero hube de reconocer que, como técnica de ventas, funcionaba divinamente. Nuestro hijos podrían vernos tal y como no éramos, tal y como fuimos por un día.

De la luna de miel podría darles pelos y señales, en sentido metafórico, se entiende. Pero sucede que la novela se ha terminado y que lo único que les interesa saber es que tengo en mi poder carretes enteros de instantáneas, que utilizaré en caso necesario. Teresa sentada bajo una palmera. Yo sentado bajo una palmera. Teresa con un atardecer oro y grana a sus espaldas. Yo dando la espalda al mismo atardecer. Objetos, en cualquier caso, que atestiguan que existimos y que nos fuimos a Palma de Mallorca de viaje de novios.

Lo fundamental es que cuando regresamos, recuperé el pulso de lo cotidiano y la tranquilidad de mi taquilla, me propuse anotar, con un mínimo de orden, los acontecimientos provocados por las fuerzas internas y externas que confluyeron en aquella expedición “en busca de mí mismo”. Así nació este descalabro en capítulos del que les aseguro que he sudado cada letra. ¡Ojalá les sirva, al menos, para extraer de él la lección que yo he aprendido! Aunque a tropezarme con la misma piedra vaya derechito.

Todos vieron, pues, cómo pasé de un engaño a otro engaño, cómo de un sueño en otro me refugié. Comprobé que el peligro de aparentar es el de quedar enredado en tu propio disfraz. Comprendí que el mayor obstáculo para salvaguardar mi identidad, mejor dicho, para conservar el deseo de hacerme con ella, era y es mi propia debilidad, mi misma estupidez. Quiero esperar que todo este ejercicio de sincera autocrítica suponga un paso adelante hacia el ojo del huracán, hacia el meollo de esta enigmática existencia.


El “yo” que es influenciado por las circunstancias, no es mi verdadero “yo”.
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