Fidelidad



1


Amanecí entre tonos violetas y anaranjados, lo cual me dio qué pensar. Y calculo que si en aquel momento deforme pude pensar, es que todavía seguía con vida. Y, lo que es más sorprendente, aún estoy viva.

Renuncio a cuestionarme o a explicar qué razones me llevan ahora, cuando apenas si queda tiempo y ya todo parece inútil, a explorar de una manera casi pública en unos hechos que, aparentemente, solo a mí involucraron y afectaron seriamente. Pero lo cierto es que desde aquel día mi concepción del mundo y de las cosas, mi forma de aceptarlas o rechazarlas, de sentirlas, de palparlas, de encajarlas en mí misma en un diálogo de amor y de odio, de ternura y de violencia, cambió por completo. Y no solo eso.

¿Alguno de entre ustedes puede negarme haber sentido, al menos en alguna ocasión, su radical separatidad, su soberbia diferencia con el resto de la raza humana? Seguro que no. Son reflejos normales de afirmación, de respuesta; defensas ante una hostilidad o una competitividad engullente. Cada ser humano se siente algo especial y lo es, aunque casi nunca haga nada por demostrarlo. Pues bien, aparte de estos sentimientos aislados, yo creía ser una persona más o menos vulgar, más o menos rebelde, quizá demasiado intransigente y moderadamente estrafalaria.

Sin embargo estoy aquí —no, no trato de excusar mi condena, ni siquiera sé si es justa o injusta y además me da lo mismo; aunque desde luego mi delito fue y sigue siendo involuntario— y experimento estas últimas horas como un destino ineludible e imparable. Mañana, a las 8.00 a.m., acabarán con lo que queda de mí. Me han garantizado discreción y limpieza, no sufriré. No hay indulto: desintegración.

En el juicio no hubo defensa, fue una mera exposición de hechos, había sobrados testigos y quedaba lejos de mi ánimo negar la evidencia. En realidad, tan solo se trataba de una formalidad, el veredicto estaba escrito en la mente y en el alma de cada uno de los miembros del jurado antes de empezar. Yo permanecí callada, como callada había estado durante ¿horas... días? ¡Cómo se confunde todo en mi memoria!

—¿Es cierto que hacia mediados del mes de junio del pasado año comenzó a sentir indiferencia por sus tareas cotidianas hasta llegar a una irresponsabilidad desconcertante para la gente que la rodeaba y la quería?

—(Silencio).

Las palabras me llegaban lejanas, triviales. ¿A quién estarían siendo dirigidas? ¿De qué tratarían?

—¿Y que su marido consiguió el divorcio el día dieciocho de noviembre del mismo año, alegando casi seis meses de un comportamiento cruel y humillante, lleno de desdenes y ausencias inexplicables?

—(Silencio).

¡Qué infinito cansancio de no entender nada, de no importarme nada de todo aquello! ¡Qué absurdo el tono trascendental! ¡Qué inaguantablemente humanas las miradas, las ideas!

—¿Y que le fue retirada la custodia de sus dos hijas, de tres y siete años respectivamente, debido a que usted parecía ignorar sus necesidades e incluso su existencia?

—(Silencio).

Apenas un zumbido...


*****


No sé cuánto duró el juicio. Mi deterioro físico y mental se iba precipitando por momentos. Mis sentidos se acartonaban. Recogía las imágenes como fotogramas enquistándose en mi retina para ser deformados. Del olfato mejor ni hablar, era el encargado de mantenerme en una náusea constante. No sé qué pasaría si me atreviera a hablar, prefiero no comprobarlo. Mi cuerpo, definitivamente, se revolvía contra mí; se convertía en un arma contra mi voluntad, un arma tan poderosa como inservible, pues en el fondo de mi ser yo me sentía completamente determinada. Para bien o para mal, les estaba venciendo.

Aceptar hasta el fin la decisión de los humanos, sus medidas, su moral, era todo cuanto podía hacer para no abdicar de mi condición, para defender ante mí misma los posos de humanidad que aún conservaba. A pesar de que nadie pudiera ayudarme, a pesar de que les fuera imposible apreciar ese lado de los hechos desde el que yo estaba mostrando una costosa lealtad a mi raza, a mi ex raza, a mis ex semejantes. A pesar de su castigo inapelable a mi extraña mutación. Y, sobre todo, a pesar de su repulsión, de su miedo ante un peligro, un desconocimiento... ante mí.



2


Por lo visto, mi caso no era el único ni el primero. Durante la última década habían venido sucediéndose cada vez en mayor número. Mujeres y hombres entre los quince y los cincuenta años, con alguna excepción, como la de aquel niño de seis años. Recuerdo que cuando lo leí en los periódicos, por pura casualidad, me produjo una incomodidad inexplicable: un niño de desarrollo sano, que no había dado prueba alguna de anormalidad en los reconocimientos médicos superados durante sus seis primeros años, de forma repentina y creciente, pierde el apetito, no juega, no habla, parece que no tiene ojos para las cosas que le rodean, sale a escondidas de su casa —nadie averiguó jamás adónde—; sus padres no saben qué hacer, en apariencia el niño sigue siendo el mismo, pero ante los mismos estímulos responde forma diferente, lo que más les asusta es su ensimismamiento, su lejanía, impropia en un niño de su edad. Un día le descubren olfateando un barro negruzco y gelatinoso y le apartan de allí justo cuando está a punto de abalanzarse sobre él con una expresión de verdadera lujuria. A la mañana siguiente, el cadáver del pequeño es hallado en el mismo lugar. Causa de la muerte: asfixia.

Pese a las precauciones de sus padres, a las 5.00 a.m. del día once de marzo de 2008, P. D. M., de seis años de edad, poniendo en grave riesgo su vida, desciende desde la ventana de su dormitorio, situada en un séptimo piso, sin padecer lesiones, para a continuación arrojarse de bruces y de forma “voluntaria” en aquel lodo apestoso, donde se le encuentra ahogado algunas horas más tarde.

¡Con qué dolorosa nitidez comprendía ahora el significado de aquel artículo! Porque no mentiría si afirmara que aquel niño, como yo cuatro años más tarde, fue elegido para el inaudito propósito de unos seres que no sé cómo nombrar. Aquel niño y aquella mujer de veinticinco años, recién casada; y aquel estudiante de brillante porvenir... ¿Por qué ellos? ¿Por qué yo? ¿Qué maldito azar, o qué oscura voluntad, me había empujado precisamente a mí a esta batalla imposible, retando lo más profundo de mi instinto, lo más primario, mi propia identidad?

Tarde en darme cuenta de lo que aquella fuerza irresistible pretendía hacer conmigo.



3


Había pasado la noche viendo antiguos DVD, sin querer saber la hora que era, cuando comencé a sentirme invadida por aquellos tonos anaranjados, cálidos, violetas... no sé... profundos y suaves. Bajé seducida sin esperar el ascensor y comencé a andar sin preguntarme hacia dónde, guiada, no, arrebatada. A partir de ahí, todo se confunde en mi pobre cabeza, no sé si vi lo que vi o sí... incluso llegué a creer haber muerto aquella noche, sentada frente al plasma de mi sala de estar, y estar padeciendo las penitentes pesadillas de un purgatorio severo.

Aquella intensa fuerza me atraía cada vez con más frecuencia. Al principio no oponía resistencia a su suave firmeza, no podía; enganchaba en mí sensaciones incontroladas, oscuras, aletargadas durante generaciones. Era atractiva y parecía pacífica, generosa, hasta que comenzó a atormentarme con aquellas revelaciones, presionándome, insistiendo sobre su bienaventuranza, amable primero, amenazante después... ¡dios mío!... y burlándose despectivamente ahora —mitad compasiva, mitad morbosa—. Burlándose de mi valor inútil.

Admirándome con rabia.

No puedo hablar de cómo me fue dada a conocer la verdadera intención de aquellas visitas, sin caer en la incoherencia de un visionario. Esos seres ominosos, de cuerpo fino y bilioso, elástico, con una abertura repugnante que casi llenaba un rostro sin ojos, carentes de extremidades, y que habitaban en el interior del planeta Tierra desde mucho antes de la aparición de la vida orgánica en su superficie, necesitaban inteligencias, mentes humanas.

Si yo aceptaba, me garantizaban una conciencia feliz. Lo único que precisaban era mi consentimiento, mi voluntad. De mi adaptación al nuevo cuerpo se encargaría un guía, que no me abandonaría hasta que yo misma gustara prescindir de su tutela. No tendría sexo, ni pasiones. Recordaría mi pasado y lo transmitiría de las formas en que se me requiriera. De hecho, esa sería mi misión y mi único quehacer: no cansarme nunca de recordar, de contar. “Ellos” admiraban a la raza humana hasta tal punto que habían dedicado siglos a su estudio y ahora habían concebido una gran cruzada en busca de embriones, pretendiendo que el cruce de las dos especies era el único medio del que la humanidad disponía para salvarse. Sería un contacto beneficioso para ambas formas de vida, en cualquier caso, no había opción.

Si no aceptaba... bueno, ellos aseguraron que aceptaría.


*****


Pero se equivocaron. Son las 7.30 a.m. de 2013. Media hora más y el asunto estará resuelto. El estado de mi cuerpo es deplorable, lo han intentado todo, incluso escribir estas líneas está resultándome casi imposible (¡ojalá mi esfuerzo sirva para algo!). Ya no puedo desplazarme sino arrastrándome. Aún así, me siento orgullosa de mí misma, sin dudas, con toda mi mente concentrada en un solo propósito: para bien o para mal, mi voluntad seguirá siendo humana, hasta el final. La querencia por mi raza y sus costumbres, por sus sorprendentes cambios y contradicciones, por su historia de luz y de sombras, de dolor, de vergüenza, de conquista y de grandeza, es más fuerte que mi instinto de supervivencia y más fuerte que mi sentido de la conveniencia o la sensatez.

Al fin y al cabo, mi suerte no es mucho peor que la que os aguarda a vosotros, los que quizá estéis leyendo incrédulos estos papeles —si es que no son destruidos de inmediato—, porque según mis despiadados protectores, faltan apenas nueve meses para que sobrevenga el caos y la muerte en la superficie del planeta. ¡Evitadlo, por el amor de dios, evitadlo!



EPÍLOGO


Mi nombre es J. L. R. y pertenezco al Laboratorio de Investigaciones Sicosomáticas de la Universidad de Madrid, donde nos fueron enviados para su estudio estos manuscritos. Venían acompañados de una grabación audiovisual que recogía los momentos anteriores a la ejecución de la condenada. Dudo que me sea posible transmitir la impresión que me produjo hace un mes, cuando lo vi por primera vez. Desde entonces, el recuerdo de aquellas imágenes y el terror ante su significado, me persigue durante todo el día y por las noches no me deja conciliar el sueño.

El aspecto de esa... ¿mujer? resultaba abominable. Apenas se diferenciaba una pierna de la otra y sus brazos parecían sujetos al tronco; pero lo más repulsivo era su cara, con los ojos muy pequeños y aquella boca enorme y sonriente. Era acarreada por dos funcionarios y se la veía complacida ante su destino, iluminada, digna.

Se nos comunicó que aquellos cambios se habían producido durante los últimos dieciocho días, siendo atribuidos a la extraña y peligrosa conformación mental de la condenada. Yo no puedo opinar lo mismo.

El cualquier caso, y por lo que a mí respecta, la raza humana no va a desaparecer, por el momento. Antes de hacer público este testimonio, conversé con ciertas autoridades, tanto políticas como científicas, que no compartían mis temores y que habían archivado el caso hacía un mes, con su correspondiente etiqueta, en vista de lo cual tengo reservada una plaza para trabajar como voluntario en la base espacial que tengan a bien asignarme. Me he sentido en la obligación de publicar estas páginas, aunque solo un periódico como este, acusado de sensacionalismo y conspiranoia por amplios sectores de la población, haya consentido en hacerlo. Todo lo más que puedo añadir es que, si este viejo, azulado, diminuto y amadísimo mundo fuera un barco y yo su capitán, ahora mismo estaría gritando:

¡¡¡SÁLVESE QUIEN PUEDA!!!

de Pilar Benito

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