Capítulo séptimo

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Ella estuvo muy dulce y muy hábil, lo que le permitió deducir que no era su primera vez. No, claro, con los tiempos que corrían y a esas edades, probablemente sólo él, en muchísimos kilómetros a la redonda, era todavía virgen. No quiso preguntarle pos sus anteriores amantes. No por delicadeza, sino por evitar que se acordara de ellos y comparase. Se sentía suave por dentro, fresco, como recién nacido. Las dudas, las calificaciones, los temores, habían quedado atorados en un segundo plano, convertidos en un remusguillo indiferenciado, así como por el vientre, que iba disipándose con el continuo fluir de la ternura de Teresa.

Andrés – Tu piel es a la mía como la bufanda al frío.

Teresa – Calculador y machista. Un poco más y me sueltas lo de la costilla.

Andrés – Es como si estuvieras ahí para que yo te amase... y viceversa.

Teresa – Regular nada más.

Andrés – Un tren de albaricoque
tu piel
que me lleva me lleva.

Teresa – Va mejorando.

Andrés – Y unas puertas de ciruela
tus labios,
pequeñas puertas
para un mundo ancho.

Teresa – Muy en tu línea, poeta.

Indudablemente, ella le quería tal y como era. Cosa que, por otro lado, nunca se había molestado en hacer él. Esa aceptación de su realidad suponía para Andrés una transfusión de confianza que habría de ponerle bien fuertote para enfrentarse al nuevo avatar que ya se vislumbraba en su horizonte.

Andrés – ¿Estás segura de que no traerá consecuencias?

Teresa – No seas pesado. He empezado a tomar la píldora de nuevo. Además, ¿por qué te preocupa tanto? Cronológicamente, es el momento idóneo para ser padres.

Andrés – Escucha, no gastes bromas con eso, que las pistolas las carga el diablo.




Ya supongo que para vosotros, indiferentes testigos de una historia que ni os va ni os viene —a la que probablemente atendéis con el propósito de conciliar un apacible sueño, o de libraros de una peli parecida a otras mil pelis, o de importunar a una compañía molesta, o de ahuyentar una soledad no buscada—, la situación por la que atraviesa Andrés es más vulgar que crítica. Y el que más y el que menos tendrá ya una idea de adónde va a ir a dar con sus huesos. Él no. Él temía despertar de un momento a otro y volverse a quedar sin hada buena. Aunque la ecuanimidad y el carácter firme de Teresa alumbraba su entorno con visos de una realidad para la que hasta entonces nadie habíale prestado ojos.

Fue gracias a ese natural pragmatismo, que adornaba como anillo al dedo una extraordinaria intuición, que los asuntos de la parejita empezaron a ir sobre ruedas. También tuvo algo que ver la nostalgia de lo instituido, de las tradiciones, de los pensamientos ensayados, sin cuya referencia Andrés no había hecho más que ir dando tumbos.

Cuando Teresa le instó a visitar el lar paterno, le sonó a trampa y a cuartel, a refugio protegido y a encerrona. No podía negarse a compartir una comida expresamente preparad en su honor, máxime si a los postres se iba a conversar acerca de su posible empleo como taquillero en el cine del barrio. El señor Martín, a quien todo el mundo llamaba así, por el apellido, conocía, al parecer, al acomodador (ese que no dejaba meter las cervezas ni encender los cigarrillos en el interior de la sala). Su hija había llegado un día a casa hablando de un amigo que necesitaba ir ganando unas pesetillas, en lo que acababa sus estudios. Se acordó de que Germán se había hecho eco un par de tardes atrás, entre chato y chato, de la senilidad manifiesta de la pobre Mercedes; de la triste jubilación que le aguardaba tras los no menos tristes y largos años dedicados a la empresa; de cómo los malvados jovenzuelos disfrutaban haciéndole un lío con los cambios y viéndola comulgar con ruedas de molino mientras se llevaban tres entradas por el precio de dos. A él mismo —confesaba apesadumbrado— le iban escaseando las fuerzas y las ganas para impedir que los tunantes de turno comieran pipas y escupieran las cáscaras en el asiento, o en la pelambrera que tenían delante, mientras se la meneaban más por hacer la gracia que por necesidad. Al señor Martín nada le apetecía tanto como dar con el modo de congraciarse con su pequeña. Reconocía que se había ganado a pulso la opinión que de él tenía, pero quizá fuera éste el momento de demostrarle que todavía servía para algo y que sus amistades de bar podían resultar tan buenos contactos como los mejores.

***


Se estrecharon las manos en el estrecho pasillo que conducía al saloncito donde se comía y se veía la tele. Donde se estaba cuando no se dormía, exceptuando, claro está, las cabezaditas de después de las comidas que se daban allí mismo, sobre la mesa, poniendo en peligro la correcta curvatura de la columna vertebral. Ya se lo había comentado Teresa: “Mi padre, con un par de vasos, se duerme en el filo de un machete y no hay quien haga vida de él”. Es que no tenían sillones con orejeras. Ni sin ellas. Ni ningún otro exceso que les alejara de la funcional austeridad que hacía furor entre las clases populares.

Se sonrieron nerviosos, temiendo cada uno el juicio del otro, mirándose sin mirarse, sin lanzar ni aceptar retos, sin saber por dónde empezar a ser cordiales, deseosos de demostrarse sus buenas intenciones. Teresa acudió presurosa en cuanto oyó las voces. Venía de la cocina de dar el visto bueno al asado y afirmó no haberse enterado de que llamaban al timbre. Traía puesto un delantal de plástico y le plantó un beso en los labios que a su padre le dejó traspuesto.

Teresa – ¿Pensáis quedaros ahí plantados como dos pasmarotes? Papá, ¿por qué no le sirves un buen vaso de ese vino que a ti tanto te gusta?

Martín – Sí, si ya iba a hacerlo. Estas mujeres siempre tienen que estar disponiéndolo todo.

Al cuarto de hora ya estaba el señor Martín soltando carrete a sus anchas. Y Andrés sintiéndose más cómodo de lo que se hubiera aventurado a pronosticar. Por lo visto, el hermano iba a comer con unos amigos. Detalle digno de agradecer, pues así no necesitaría bifurcar su esfuerzo. Atendió con amable semblante cada una de las gracias, se mostró en absoluto acuerdo con cada comentario y se interesó vivamente por cada batallita. Tampoco es que tuviera que hacer un sacrificio sobrehumano. Con la de tiempo que hacía que no cataba el cordero y lo bien que lo acompañaba el vinillo, para colmo de su tierra, en verdad era un quehacer muy llevadero. Cuando Teresa se levantó para preparar el café, el padre, con su mejor intención, intentó cumplir con lo que a él le parecían las responsabilidades propias del cargo.

Martín – No es que yo quiera meterme donde no me llaman, pero me ha parecido observar que entre mi hija y usted hay algo más que una simple amistad. Compréndame, se lo ruego. Una niña que ha crecido sin el consejo y el amparo de una madre... Temo no haber sabido llevar la carga de ambos. Ahora es demasiado tarde para hacerse de cruces, lo sé, pero no puedo dejar de preocuparme.

Andrés – Por mí puede estar usted tranquilo. Yo la quiero de verdad.

Martín – No sabe el peso que me quita de encima. No me gustaría ver cómo juegan con ella. Pero discúlpeme, no he pretendido poner en duda sus intenciones. No tiene usted aspecto de ser uno de esos desaprensivos que, por desgracia, cada vez abundan más. ¿Qué te parece si nos tuteamos? Quítame el ‘señor’ y llámame Martín a secas, así me llaman los amigos.

Para cuando Teresa llegó con los cafés, ya habían concretado una cita con Germán y, recostados en sus respectivas sillas, se entregaban descuidados a la dejadez que sobreviene en el inicio de la digestión. Rubricaron su charla de hombre a hombre con una copita de coñac y brindaron con los ojos por el punto de complicidad que habían encontrado.

La bola iba girando, engordando. Implacable y sigilosa. Nuestro redomado inconformista estaba como atontolinado. Era transportado de un día a otro en volandas. Andaba el camino que otros le preparaban y, encima, rebosaba agradecimiento. Todo le gustaba de su nuevo destino y, lo peor, todo le resultaba mucho más cómodo. ¿Quién puede censurarle? Nadando contra corriente hasta mantenerse en el mismo punto es agotador, cuanto más avanzar dos palmos. Si, por el contrario, te dejas arrastrar por el rumbo favorable de la inercia, no hace falta que nades, puedes ir haciendo la plancha, disfrutando del paisaje, acompasado por el canto de las sirenas y el trinar de los pájaros.

Teresa le prestó parte de sus ahorrillos para zanjar su inestable situación. Así, por obra y gracia de su amada, se vio al fin libre de deudas, con el estómago más contento que unas castañuelas de comer caliente todos los días, y con un trabajo que le venía como un guante, pues le permitía, entre sesión y sesión, dedicarse a uno de sus juegos favoritos: la literatura. Leer, por supuesto. Observar cómo otros amasan y conforman un universo dentro del universo, cual atrevidos demiurgos del plano de la razón. Y escribir. Saberse intérprete de fuerzas propias y ajenas, traducir a un nivel de comprensión lo que está más allá de toda comprensión, como una barca que llega del caos para llevarnos de vuelta a él. Una tarde ya caída, pensando precisamente en el por qué y el para qué de su tortuoso y torturado ‘yo poético’, escribió febril en el dorso de una entrada —que luego habría de pagar de su bolsillo por su mala cabeza— uno de sus más señalados poemas taquilleros:

Contradicciones pujantes
sorteándose
un escupitajo de palabras revueltas.
El hervidero
que vivo y padezco
queda amortajado
en literatura puerca,
idea libresca,
mueca estereotipada,
pedazo de yo ultrajado,
asesinado.
La poesía que quiero
es la que calienta las tripas
y se aferra a las sienes
hasta ahuyentar todo esquema mental,
hasta derretir todo orden
y convertirlo en llanto,
hasta enciclonar el cráneo
sacándolo del tiempo,
acondicionándolo para el apasionante
y eterno bombardeo de cada presente.

Y esa poesía no puede ser palabra,
rima, signo, idea.
¡No!
Ha de ser símbolo...
génesis...
mujer de piernas abiertas
en parto permanente.
Sin cabeza ni brazos,
ni cuerpo,
sólo sexo ensanchado,
embudo
por donde entra y sale el viento.

Esto que leéis
es solamente un engendro.
Diabólica conspiración
del lenguaje gregario,
rítmico y académico.
No es más que eso:
una risible muestra
de la sublevación de mi pobreza.

***


Pues sí, ya digo, aquella taquilla se convertiría en un reducto insospechado y sagrado.

Su otro juego favorito era justo el que pensáis, normal. Los horarios diurnos de los enamorados no eran compatibles, pero se encontraban noche tras noche con unas ganas locas. Pasaban largas horas en la penumbra del estudio de Andrés, alumbrados tan solo por dos románticas y austeras velas y la brasa de una barrita de incienso. Fuera de época. Con la música bajita —para no molestar a los vecinos— de un dial de la FM. Y las estrellas cerca.

Sus cuerpos se recordaban cuando estaban separados. Su deseo era primordial, imparable. Ellos le creyeron permanente, inagotable. Esa maldita manía que tenemos de proyectar nuestros presentes, de no apurarlos, de no beberlos como vienen, les llevó a colocar su locura en el tiempo. Sin darse cuenta, frases como “te querré siempre” o “sólo me apetece estar contigo”, se iban deslizando y actuaban como cuñas, delimitando cauces en el torrente de su amor. Fidelidad. Compromiso. A lo mejor no eran mala cosa. A lo mejor bastaba con aceptar ser domesticados. No. Lo empeoraron todo imaginándose los únicos, los inventores. Cuando en realidad eran unos primerizos ingenuos —Teresa menos—, que exhibían la valentía de los ignorantes.

Quede claro que esto son apreciaciones personales. Pues tendrían que ir donde fueron. Designios escondidos nos gobiernan sutilmente, nos hacen bajar la guardia y nos conducen sin consultarnos a conocer inexplorados continentes.

El caso es que Martín empezó a mirarle con el entrecejo fruncido cuando se cruzaban porque su hija muchas noches no iba a dormir a casa. En su opinión, la situación ya se estaba pasando de castaño oscuro. Ellos eran del barrio de toda la vida y, a no tardar, serían la comidilla. A no ser que hicieran las cosas como Dios mandaba y se casaran.

Andrés – Teresa, yo... ¿qué quieres que te diga? Tú verás. Un papel no va a cambiar nada.

Teresa – Podríamos estar más tiempo juntos. Total, en ningún caso va a servir para anclarnos en comportamientos atávicos. (Sabía cómo tenía que hablarle.)

Andrés – Pero por la Iglesia no, ¿eh?

Teresa – ¡Hombre, ya se verá! Porque estas cosas, ya que se hacen, hay que hacerlas bien.

No era de extrañar. Dos adultos con sus respectivos trabajillos. No es que juntaran mucho dinero, porque la taquilla ustedes me contarán, pero todo quisqui creía que Andrés estaba a punto de doctorarse, cuestión que no iba a desmentir por aquello del prestigio. Y a Teresa no le importaba. Le animaba a escribir para presentarle en algún concurso literario. Ya se arreglarían. Contigo pan y cebolla.

Y como ya se sabe que “una vez metidos en laberinto, lo mismo da blanco que tinto”, sin llegar a extremos, pensaron en intentar divertirse con el acontecimiento. El primer paso fue comunicar la noticia a Belén, Inda y Gara. Dejarlas boquiabiertas invitándolas a unos litros de cerveza para resarcirse de sus últimas vergüenzas. Ramiro invitó también a una ronda de rigor. Y Teresa se quedó más ancha que larga. Fernando fue otro de los que se quedaron de un aire.

Fernando – Pero ¿qué me cuentas, mi hogareño poeta?

Andrés – Pues que me caso. Que-me-ca-so.

Fernando – Con que esas tenemos, ¿eh? La verdad es que no te pega nada un desenlace tan rosa.

Andrés – No me lo gafes, querido. Y ahórrate los comentarios de mal gusto para quien te capisque menos. Que no se me ha olvidado la última que me hiciste, so rata.

Fernando – Tampoco fue para tanto. No me digas que te sentó mal.

Andrés – Mira, la mierda cuanto más se revuelve, más huele. Así que dejémoslo como está. Después de todo, puedo permitirme el lujo de ser generoso de espíritu, ya que me va viento en popa.

Fernando – Vale, cachorro. Entonces, me alegro por ti. Me invitarás a la boda, digo yo.

Andrés – Ya recibirás noticias mías.

Fernando – Pues ala, ala. Y que Dios nos coja confesados.

¡Porras fritas! Si lo que esperaban era ver cómo se arrojaba en el pozo sin fondo de los convencionalismos, podían esperar sentados. Ellos eran diferentes, ¡faltaría más! Ellos harían lo mismo que millones de parejas habían hecho antes, pero les saldría de otra manera. Por su cara bonita.

Así pues, encontraron el tiempo necesario para ir juntos a arreglar los papeles. Parecía que la ceremonia religiosa se hacía innecesaria. Martín se daba por satisfecho con un arreglo por lo civil y unos canapés con refrescos. Si su Maytechu del alma hubiera vivido, todo sería distinto. Pero a él ya no le quedaban compromisos con los que cumplir ni ganas de hacerlo, y tampoco es que con los curas estuviese a partir un piñón. Por la parte del novio cabía esperar algún que otro gorgojeo histérico de la madre, el rictus de indiferencia y conmiseración del padre, y los cloqueos cizañeros de los hermanos. Pero Andrés contaba con el factor sorpresa y con el factor “por mí como si os rechinan los dientes y os tienen que operar de la rabia”.

Ellos mismos diseñaron las tarjetas para las invitaciones. Como en la imprenta les salía el detalle por un ojo de la cara, decidieron hacer unas fotocopias de colores en un nostálgico blanco y sepia. Tras guillotinarlas con sumo cuidado las pegaron bien pegaditas en una cartulina marrón oscuro, que sirvió de reverso y de adecuado margen. Después, las ahumaron ligeramente con una de las velas, testigos mudos de sus recíprocos y magníficos arrebatos. Y las mandaron a sus elegidísimos destinatarios con la determinación de quien ha aceptado un desafío.

***


Un sábado de marras, a tres semanas vista de la fecha señalada para el casorio, pilló a Teresa por banda y, sin pensárselo dos veces, se la llevó a su patria chica con el propósito de que su familia viera lo guapa que era. El viaje fue delicioso. Un silencio vivo bañaba el paisaje al otro lado de la ventanilla, mientras en el barbecho de su memoria iban soleándose los recuerdos más dulces. Ella, toda ojos y oídos, había entrado en un proceso de suma concentración para caer bien a todo el que se la pusiera por delante. Ni siquiera el video del autocar era suficiente para turbar su clímax emotivo.

Andrés – Ya verás cuando conozcas a Fulanito. Aunque seguro que a ti te caerá mejor Menganito. Y tendremos que ir también a casa de Zutanito.

Teresa – Pero cielo, en un día y medio no vamos a tener tiempo de ver a tanta gente. Y mucho menos de ir a visitar tu antiguo colegio, los bares que frecuentabas al salir de la Universidad y los alrededores del cementerio, por donde tanto te gustaba pasear.

Andrés – Tú no te preocupes de nada. Seré para ti el cicerone ideal.

Se sentía optimista, energético. Despilfarraba energía en cada mirada, en cada movimiento de las manos. Podía enfrentarse a su pasado con la cabeza bien alta porque, colgada de su brazo, le acompañaba una persona encantadora que lo amaba y confiaba en él hasta el punto de haber decidido, voluntariamente y con pruebas de cordura, compartir su vida con él.

***


Cuando abrió su puerta blindada y los vio allí, sonrientes y parados como una foto ampliada, el pater familias no se cayó de culo de puro milagro.

Padre – ¿Se puede saber qué demonios has venido a hacer aquí?

Andrés – (¡Buen recibimiento, vive Dios!) Quiero presentaros a mi futura esposa y daros en mano una invitación para nuestra boda. ¿Podemos pasar o lo celebramos con un picnic en la escalera?

¡Toma ya! Ante semejante declaración, a ver quién hubiera sido el guapo capaz de ponerse gallito. Tuvo que dejarlos entrar, ¿qué iba a hacer? Su sacrificada y ejemplar esposa andaba despistada barriendo las migas de la comida. Como estaba agarrada a la escoba, aguantó el tambaleo sin desplomarse. No obstante, el susto le provocó un hipo que la duró toda la tarde.

Madre – Podías habernos avisado antes. Sigues igual de atolondrado. No sé qué habrá visto en ti esta chica, que parece tan sencilla y educada.

Teresa – También usted me parece muy amable. Y ha sacado adelante a un muchacho estupendo. No subestime su labor. Su hijo es la persona más honesta que he conocido hasta ahora. Un poco desastre quizá, pero con unos valores morales de los que este mundo en el que vivimos está echando a faltar.

Madre – (Dirigiéndose a su marido en forma de susurro) ¡Virgen santa! Dios los cría y ellos se juntan. (Y ya en voz alta) Bueno, bueno, y ¿habéis pensado ya dónde vais a dormir esta noche? Si queréis, tú, hijo, te podrías quedar en tu antigua habitación. Está un tanto cambiada pero, por una noche, se abre el sofá cama y listo. Tú, Teresa, puedes quedarte en casa de mi hija. Vive cerca de aquí y estaría encantada de tener alguien con quien charlar, porque, en confianza, su marido es de un soso inaguantable.

Andrés – No, no, mamá. No hemos venido a dar guerra, ni a revolver Roma con Santiago. Ya hemos quedado con un amigo que nos está esperando con las sábanas puestas.

Madre – ¿Un amigo? ¿Qué amigo? ¿Cómo vais a ir los dos juntos?

Andrés – Tranquila, tiene sitio de sobra. Creo que te estás olvidando de que vivo en la capital de España yo solito, y de que todo lo que tengamos que hacernos o decirnos mi novia y yo, nos lo podemos hacer o decir en mi casa que ya es nuestra casa.

Padre – Déjales que hagan lo que quieran, querida. Es tiempo de que asuman sus propias responsabilidades.

Madre – Has puesto el dedo en la llaga. Pues tú y yo sabemos que debajo de esas ínfulas hay una cabeza loca que nunca ha sabido cómo crecer.

Andrés – Ya basta, mamá. En los jugosos y dilatados meses que he pasado lejos de vuestro nido, no se puede decir que haya sobrevivido gracias a vuestra ayuda.

Madre – ¡Hombre, sólo faltaba eso! Pero nos preocupamos por ti porque somos tus padres. Cuando tengas hijos lo entenderás. A propósito ¿puedo preguntar de qué vais a comer?

Andrés – De lo mismo que hasta ahora. Teresa tiene una peluquería. Y yo, una vez que he logrado introducirme en el mundo del cine, tengo muy buenas perspectivas.

Su madre se mordió la lengua, miró la juventud de aquella pobre chica con piedad y les ofreció sendos vasos de gaseosa, disculpándose por no tener otra cosa en casa.

Andrés – ¿Vendréis a la boda?

Madre – Sí, claro. Apúntanos bien la dirección de la iglesia y así podremos ir allí directamente.

Andrés – De la iglesia no, del juzgado.

Tragó saliva y se mostró inflexible. Aunque innecesariamente, porque la madre parecía más que cansada de bracear en el aire, de batallar para nada. En el fondo la tranquilizó. Tenía la excusa perfecta ante algunas amistades cercanas y ciertos miembros de la familia a los que no habría por qué avisar. Una ceremonia en Madrid, y encima por lo civil, pasaría prácticamente desapercibida.

Madre – Si te parece bien, entre tus hermanos y yo podríamos regalarte un traje.

Andrés – ¡Qué exceso! Muchas gracias.

Madre – Bueno, y a lo mejor yo, por mi cuenta, te doy una sorpresilla ese mismo día.

No se quedaron mucho tiempo. Ya estaba todo hablado. Andrés, con un sabor agridulce en la saliva, se llevó a Teresa presuroso a recorrer sus nostalgias. Antiguos árboles, antiguas piedras, antiguas farolas, olores, antiguos amigos, costumbres, antiguas contiendas. Inútil forzar el reencuentro. La vida no puede estarse quieta y todo había cambiado de sitio. Un par de amigos después de tantas aventuras, tertulias y juergas. Suerte que uno de ellos les apañó una colchoneta en el suelo, con un par de sacos raídos, y se libraron de rematar su tournée durmiendo a cielo descubierto.

Presa de un talante poco emprendedor y nada resolutivo, se dejó conducir por el genio turístico de su incondicional compañera. Dedicó así toda la mañana del domingo y las primeras horas de la tarde a vagabundear como un apartida, como un sin tierra, un alguien de ninguna parte. Y cuando se vio de vuelta en su apartamento de juguete, sintió en la piel que con ella esas cuatro paredes se estaban convirtiendo en su naciente y cálido hogar. Incluso se emocionó.

***


Diez, nueve, ocho… la cuenta atrás había empezado. Se encontraban a una semana del día ‘B’. Pensaron en hacer un viajecito, siguiendo la tradición, después del gran acontecimiento, por lo que se dedicaron a correr la voz de que el regalo más apropiado era un sobrecito con la voluntad. Como en el convite iban a gastarse no más de cuatro perras, aún contando con las invitaciones extras de los días anteriores, en los que presumiblemente habrían de mostrarse más generosos de lo habitual, el saldo arrojaría equis beneficios a su favor. Llamaron, por tanto, ‘punto Y’ a su incógnito paraíso de amor y miel y proyectaron sacar los billetes un día después del evento. Tenían sus preferencias, ¡eh!, no es que fueran unos insulsos. Eran, eso sí, unos pobretones.

Vivieron las últimas noches en una nebulosa de semiinconsciencia. Los conocidos bromeaban al verlos, haciendo que el ambiente a su alrededor fuera permanentemente alegre. Pero acababan bebiendo un poco más de la cuenta y lo único que les apetecía hacer, en los momentos íntimos, era dormir el uno sobre el otro, sí, pero de mala manera.

Y por fin, como llega siempre lo irremediable, llegó el día esperado y temido. Se despertaron cuando ya el sol lucía alto. Con las legañas puestas y las camisetas pingando, corrieron a maquearse cada uno por su lado. Quedaron en esperarse en la puerta del juzgado y se dijeron “hasta luego” con un beso apresurado.

Se bañaron, se perfumaron, se peinaron y se vistieron ante el espejo largo. Andrés, de azul marino, bien rasurado y con corbata, llegó solo en un taxi blanco. Teresa, de rosa pálido, fragante y un poco maquillada, llegó en el coche de su hermano acompañada por éste y por Martín, su padre. Llevaba un ramito de margaritas en la mano y el novio se la comió nada más verla con sus ojos convertidos en ventosas. Le distrajeron unos tirones en la chaqueta. Habían mandado a su dulce sobrinita de avanzadilla, pero su madre apareció enseguida gesticulando medio sofocada, tropezando desde sus tacones de gala. Parecía que quería darle algo, ¡claro!, el paquete sorpresa. Lo había olvidado. La mamá acerco su mejilla a la mejilla de su niño y, con una destreza sin par para no estropear el perfil de su carmín ni la onda de su peinado, le susurró con voz de mando: “¡Ábrelo! ¡Ábrelo ahora mismo!”. Andrés arrugó la nariz sin comprender nada. Obedeció de forma automática y… ¡albricias!... pero si aquello era un estuche… un estuche… ¡DE GAFAS!

***


Te amo lo suficiente como para caminar entre los muertos
añorando la vida creada por los dos
Quiero gastar toda mi energía en un último orgasmo contigo
No permitiré que conviertas nuestra dicha en recuerdo
Te amo lo suficiente como para encargar un ataúd matrimonial
y morir acompañado
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