Capítulo primero

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Seguiría el plan escrupulosamente, sin escrúpulos. En el hogar familiar la situación estaba llegando a un punto insostenible. Cuando abandonó su carrera en el último año a falta de dos asignaturas, su padre pensó en tirarle a él con todas sus mierdas por la ventana, su madre que se había vuelto loco, y sus hermanos que tenía más cuento que Carracuca. Durante los siguientes cuatro años, la madre encendió velas y elevó plegarias por mantener viva la esperanza de que su hijo —con lo listo que él era, que siempre lo sabía todo— terminara la carrera y pasara, cuando menos, a ser opositor. El padre, mientras tanto, no cejaba en su empeño de agotar todos los favores que le debían para encontrar un trabajo al vago de su hijo. Pero el niño se excusaba diciendo que no estaba capacitado para tal puesto, que carecía de experiencia para tal otro, que se tenía que preparar un poco más, que no quería dejar el nombre de su padre en mal lugar. Total, que le fueron cayendo los veinticinco y los veintiséis en una disyuntiva incomodísima: o se largaba con la música a otra parte, abandonando techo y comida, a la aventura; o seguía tragando broncas entre plato y postre.

Procuraba confinarse en su dormitorio el mayor tiempo posible, aunque su madre ejercía una labor de boicoteadora incansable. Por la noche entraba cada dos por tres a apagarle las luces. Le había incautado el equipo de música. Algunos libros también habían desaparecido, no todos, porque la vieja apenas distinguía los que eran de texto de los que no y tenía miedo de equivocarse. A la mañana, desde que daban las nueve, ya estaba dando porrazos en la puerta y subiendo las persianas. Le escondía las pastas para el desayuno y le largaba unas galletas de saldo, medio rancias, arguyendo que a buen hambre no hay pan duro y que, tanto su padre como ella, lo que querían era verle hecho un hombre que valiera por lo menos para ganarse el sostén. Le habían tirado a la basura su camiseta favorita y sus dos últimos lienzos, en los que experimentaba con pasta de dientes y pastel. Ya no apreciaban esas habilidades que antes incentivaban con su orgullo y beneplácito. Había verdadera urgencia en concederle la independencia.

Por otro lado, sus amigos estaban demasiado ocupados convirtiéndose en muchachos de provecho, cada uno a su manera. Le admiraban desde lejos, eso sí, de vez en cuando le llamaban por teléfono para invitarle a una caña y contarle cómo le envidiaban por no tener que dar un palo al agua. Aunque en los últimos tiempos le habían perdido tanto el respeto —por culpa de su madre, que les llenaba la cabeza de patrañas— que habían comenzado a soltarle consejitos entre congratulaciones y palmaditas en la espalda, con un aire de conmiseración ofensivo y deleznable.

Se estaba quedando solo, sin pelas para ir al cine o comprar tabaco, sin ningún libro nuevo que leer, sin nadie que atendiera a sus disquisiciones filosóficas sobre la vida y la felicidad, en fin, no tenía sentido continuar con todo aquello. Tenían la facultad de tergiversarlo todo, le acusaban de cobardía por autoexcluirse de la mediocridad, les asustaba su incomprendida actitud porque rechazaba pervertirse.

***


No fue un acto repentino. No fue una opción tomada a la ligera. Prolongadas y terribles horas de revolverse contra su propia incertidumbre, le abocaron hacia la ineludible y en absoluto apetecida decisión. Así, pese a no ser proclive a soluciones drásticas, una buena mañanita de marzo metió en una maleta unas cuantas reliquias inservibles y, con una seguridad más aparente que real, agarró la puerta y se largó con viento fresco, enfatizando su despedida con un solemne portazo. Su madre gimoteaba en la cocina, sorbiéndose los mocos con la rodea de secar los platos, maldiciendo su descendencia y todos los sacrificios que por ella había hecho; aunque, según iba viéndole alejarse calle arriba, sintió que un peso muy grande se le quitaba de encima.

Cuando llegó a la estación de ferrocarril y se vio allí, en medio de un trasiego de gentes que parecían saber exactamente su lugar de destino, dónde sacar su billete y la hora en que partía su tren, se encontró un poco perdido y a punto estuvo de dar media vuelta y echar a correr. La verdad es que Andrés (Andresito, hijo, en qué hora se me ocurriría traerte a ti a este mundo), a pesar de sus veintiocho añitos, había hecho pocos viajes él solito. Un par de ellos para ir a ver a un amigo que vivía en un pueblo cercano y, con sus padres, unas vacaciones en Santander y otras en Alicante. Al extranjero nunca, ni siquiera tenía pasaporte. No obstante, recordando las infamias y las faltas de reconocimiento que había venido sufriendo cada vez con mayor asiduidad, tragó saliva, dio una patadita en el suelo y se encaminó con paso decidido hacia la ventanilla que menos cola tenía. Cualquier ciudad podía servir, siempre que el billete no fuera demasiado caro y no tuviera que esperar demasiado tiempo en aquella estación tan horripilante.

A los tres cuartos de hora estaba sentado en un expreso con destino Madrid, compartiendo vagón con dos soldados, un vejete que se empeñaría durante todo el viaje en demostrar que no lo era tanto y una chica de aspecto terrible, a la que desde el principio procuró no mirar demasiado. Intentaba poner en orden su cabeza. Aquello era una locura, pero el destino, que tan injusto se le mostraba, no le dejaba otra alternativa. Él era un teórico, un soñador, un artista, no un vulgar aventurero. Y he aquí que se veía obligado a abandonar su ciudad natal, su guitarra y la mayoría de sus libros, por culpa de la incomprensión de las mentes cerriles y obtusas de su familia (“nadie es profeta en su tierra”, sabio refrán). Pero no podía mirar atrás, no suplicaría más, ya se arrepentirían cuando fuera demasiado tarde, les demostraría lo equivocados que andaban en sus dudas y menosprecios, todavía no sabía cómo, pero lo haría.

Los dos soldados que viajaban con Andrés bebían cerveza sin parar y hacían toscos ademanes mientras charlaban de sus guardias y sus escaqueos. El viejo intentaba meter baza mientras miraba de reojo el enorme trasero de la jovencita. Y ésta se había sentado junto a él con la esperanza, sin duda, de entablar conversación, por lo que podía deducir de sus muecas extrañas.

Viejo – No se quejen, muchachos, tenían que haber conocido al sargento que estaba al mando de mi compañía, bla, bla, bla, bla. Aunque, de todos modos, uno guarda siempre buenos recuerdos de su estancia en el Ejército. ¿No es cierto, amigo?

Andrés – Si con lo de amigo pretende referirse usted a mí, yo no he cumplido el servicio
militar. Tengo exceso de puente en los pies, de lo cual me alegro.

Viejo – Perdone, amigo. No quería molestarle, pero...

Andrés – Está usted perdonado.

A partir de ese momento, debido seguramente a su arrogancia, Andrés se convierte en el héroe de la chica del vagón. Le da golpecitos así como sin querer, le pisa para poder disculparse, se le echa encima en las curvas y, para colmo, simula perder el equilibrio al coger una bolsa de plástico del maletero y se le sienta en las rodillas.

Andrés – Deje, deje, ya le alcanzo yo el paquete.

Chica – ¡Oh, muy amable!

Andrés – Siempre que usted me lo permita sentándose en otro lado.

Al vejestorio le hacían los ojos chiribitas. Los soldados habían dejado de hablar y les contemplaban con aire burlón.

Soldado – Pero, ¿qué pasa, titi? Ven a caerte por esta banda, verás como te tratamos con más cariño.

A cualquier chica decente, esto le habría bastado para coger sus cosas en silencio e irse a otro vagón, pero ésta debía de ser una desvergonzada, porque, no satisfecha con la penosa situación que había desencadenado con sus devaneos y cuando parecía que iba a ponerse al fin de pie, volvió a tirársele encima agarrándole esta vez del cuello, asfixiándole prácticamente con sus cuatro pelos y clavándole las gafas en la sien.

Andrés – ¡Dios bendito! Pero, ¿qué se propone usted? Levántese de una vez, si no quiere que llame al revisor.

Chica – ¿Llamar al revisor? Pero, ¿de dónde sales tú, chato?

Soldado – Ven aquí, nena, no pierdas el tiempo con ese tipo. A mí no me importa que tengas el culo gordo. ¡Jua! ¡Jua! ¡Jua!

Ella se levantó como haciéndose la ofendida, pero halagada al mismo tiempo. Andrés se aferró a su maleta y huyó despavorido de semejante vulgaridad.

Bajó una ventanilla para que le diera un poco el aire. Hacía frío pero él estaba enojado. Nunca perdonaría a su madre el haberle forzado a vagar entre la muchedumbre. ¿Cuántos horrores le aguardarían?

Cuando salió de Chamartín, con su maleta de cartón atada por un cordel y su pretendido aire de entendido despistado, recordó de nuevo su habitación y el estómago se le hizo un rebujo. Había una larga hilera de taxis, pero él no quería empezar derrochando el poco dinero que había tomado prestado de la caja que su madre guardaba en el armario, entre las sábanas y las toallas, y cuya llave había localizado en la mesilla de noche de su progenitora tras una ardua búsqueda. Lo primero que había que hacer era encontrar un techo bajo el que cobijarse, para lo cual lo mejor sería llegar hasta algún barrio donde los apartamentos no fueran excesivamente caros. Pensión no quería en ningún caso, bastante harto estaba ya de su madre como para tener que aguantar a una patrona metiendo las narices en sus cosas.

Andrés – Por favor, ¿podría usted indicarme el mejor camino para llegar a un barrio?

Mujer – ¿A un barrio? ¿A qué barrio?

Andrés – A cualquiera, bueno, a uno... no sé, normalito.

Mujer – Pero, ¿qué dice usted? Este tipo está chiflado. Ande, déjeme, que tengo prisa.

Tiene prisa, claro, habrá alguien aguardándola en algún pisito calentito. Y yo aquí, perdido y solo, sin saber, como Segismundo, si es realidad o sueño este lío en el que me he metido. Aunque esta buena mujer puede ayudarme sin saberlo, la seguiré y a ver en dónde paro.

Así fue como montó por primera vez en un vagón de Metro. La mujer se había percatado de que la seguía e hizo dos o tres trasbordos. Andrés adivinó que estaba intentando confundirle y que al final le conduciría a una pista falsa, si antes no lograba perderle de vista. Así es que se sentó en un andén y la dejó marchar. Al fin y al cabo, allí sobraba gente a quien poder seguir. Buscó con los ojos. Pasaban de las tres de la tarde y sintió hambre al mirar el reloj. Montó en un nuevo vagón y no bajó hasta el final de la línea: Avenida de América, Prosperidad, Alfonso XIII... todo le sonaba a chino. Engulló un bocadillo de salchicha con una cerveza y embistió las calles a la hora de la siesta, con la maleta colgando cada vez más a plomo. Pateó toda la tarde de aquí para allá, tan mareado que no se daba cuenta de que era la segunda o tercera vez que doblaba la misma esquina, todas se parecían tanto.

Recepcionista – No, mire, lo siento. Quizá al mes que viene se mude algún inquilino, pero de momento está todo ocupado.

Andrés – ¿Y no podría usted indicarme algún sitio donde ir a preguntar?

Recepcionista – Pues no sé. Ahí enfrente había un piso bueno, de tres habitaciones, pero creo que estaba sin amueblar. Depende de para qué lo quiera usted. ¿Es casado?

Tuvo que morderse la lengua para no soltarle una fresca, pero era el caso que necesitaba ayuda.

Andrés – No, yo lo que necesito es un apartamento de una habitación. Algo que no sea muy caro.

Recepcionista – Ya. Ya veo. Si quiere usted volver al mes que viene, quizá haya algo para entonces. Es todo cuanto puedo decirle.

Se sentía cada vez más desdichado. ¿Dónde dormiría esa noche? Ya se veía tirado en un banco, tapado con hojas de periódico, sin poder acurrucarse en una cama y leer un rato antes de dormir. ¡Vaya karma! ¿Qué habría hecho él para que la vida se le complicase de tal forma? Lo único que pretendía era un rinconcito donde le dejaran tranquilo con sus cosas. Si tenía que andar preocupándose por asuntos tan banales, por lo elementales, como la comida y el techo, no conseguiría jamás seguir comprometido los derroteros de su mente privilegiada.

2º recepcionista – Pues no, yo no dispongo ahora de ningún apartamento libre, pero tengo una prima que lleva un edificio de pequeños estudios. No son gran cosa, aunque tal vez a usted pueda convenirle de momento. Además, son más baratos que éstos. Están en esta misma calle, un poco más abajo.

Andrés – Gracias, muchas gracias.

Y se las daba de corazón. ¡Dios santo! Tal vez no saliera todo tan mal como había imaginado. Imaginaciones, eso, imaginaciones. No era un incomprendido ni un paria, era sólo que el destino probaba su fortaleza para hacerla mayor, cincelaba los rasgos de su genio con pequeñas dificultades. Claro, eso era.

No hubo ningún problema para alquilar el inmueble. Al día siguiente se firmaría el contrato, pagando un mes de fianza y otro por adelantado, lo cual agravaría al máximo su penuria económica. Era un cuartucho bastante lúgubre, con una mesa camilla y una cocina empotrada con pintas de no servir para nada, la cadena del inodoro hacía un ruido espantoso y lo que llamaban ducha tenía aspecto de poco fiar. Andrés, tumbado en una colcha de cuadros, descolorida por el humo de cien mil batallas y lavada sin suavizante a juzgar por lo que rascaba, empezaba a descubrir por qué aquel ‘estudio’ estaba desocupado a mediados de mes y los encargados tan prestos a alquilarlo. En fin, al menos tenía donde pasar la noche, a salvo de los desaprensivos lobos de las grandes urbes y a salvo de su propia vergüenza, también.

Por supuesto, no tenía ningún pijama en la maleta, claro, las prisas, que solo le habían permitido meter apresuradamente algunas fotos antiguas, dos o tres cuadernos de poemas, sus libros más queridos, un transistor a pilas, pinturas de cera, de pastel, un montón de bolígrafos y rotuladores medio secos, la navaja de afeitar, un peine rojo al que le faltaban dos púas, una cejilla de guitarra (por si algún día se compraba una), una carpeta con una selección de cartas y postales, todo ello arrebujado con un par de camisas y un cajón volcado de calcetines y calzoncillos. Se le había olvidado meter el pijama, las prisas. Y el cepillo de dientes, tampoco tenía el cepillo de dientes, ni dentífrico para poder frotarse con el dedo por lo menos. Había que ser positivo, ¡diantre!, pero todo esto empezaba a ser dramático. Pensó, para consolarse, en los machos primitivos saliendo a cazar agazapados en las sombras de sus selvas, pero incluso esto se le antojaba menos tétrico. Además, él habría sido el brujo de la tribu y habría vivido atendido y feliz, protegido por el resto de sus conselvatarios, con solo prepararles algún té de vez en cuando. Por fortuna, el sueño es más fuerte que cualquier desdicha y es así como nuestro atribulado Andrés cae al fin agotado y duerme su primera noche de exilio en un lugar donde ni siquiera se atreve a desabrochar su trenka de paño, ni sus zapatos, de tan poco suyo que lo siente.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, apenas sabía si todo aquello había ocurrido de verdad o era una pesadilla más. Parecía que al fin lo había logrado, más valía tarde que nunca. Era increíble no tener a su madre aporreando la puerta y acuchillándole las sienes con su voz inaudita. ¿Qué hora sería? Tendría que comprar un despertador baratito, o de lo contrario no conseguiría levantarse ni un día antes de la hora de comer. Se filtraba un sol tibio a través de la cortina y se sintió bien. Aquel estudio no era del todo desagradable, al fin y al cabo. Podía poner alguno de sus dibujos por las paredes, incluso alguna fotografía y quizá, quizá, hasta un poema. No poseía una idea del confort demasiado rigurosa: un lugar en el que poder olerse un poco a sí mismo, donde poder abandonarse a refugio del mundo exterior, una trinchera en línea de fuego donde fumar un cigarrillo de vez en cuando y pensar tranquilamente en sus propios asuntos. En cualquier caso, el curso de su optimismo sufrió una dura prueba cuando, al irse a lavar la cara, reparó en el chorretón de óxido que el grifo había ido dejando al no parar de gotear. Naturalmente, podía exigir al encargado una inmediata reparación, pero no le hacía ninguna gracia que empezaran a husmear en sus cosas, ya se las arreglaría.

Le miraron irónicamente cuando al firmar el contrato les dijo que era estudiante, pero no pusieron pegas al recibir el dinero. Hay que ver cómo es la gente, le estaban desposeyendo de casi todo su capital y encima parecía que le estaban haciendo un favor. Aunque, seguramente, no se comportaran así con todo el mundo. A lo mejor tenía que empezar a vestir de otra manera, o a dejarse bigote, para que ya no se atrevieran a dirigirse a él con tan poco respeto. De momento, se armó de valor y se echó a la calle a buscarse la vida. De acuerdo, prostituiría durante unas horas al día sus preciosas capacidades por obtener el vil metal. Alquilaría su alma a alguna empresa para poder subsistir. ¡Ah, qué mundo tan inhóspito habían logrado construir los humanos! Nunca hubiera imaginado que tales problemas iban a tener que ver con él, en el fondo confiaba en que, simplemente por ser como era, todo tenía que presentársele en bandeja. Tal vez había estado siendo aquejado de un exceso de autoestima, o había nacido en una época o un continente equivocado. Quizá debería haber terminado su carrera. Quizá su mamá tenía razón cuando le gritaba: “Verás como algún día me das la razón”. Tanto no querer dar su brazo a torcer, para ahora tener que dejarle hecho un ocho encima del primer mostrador donde le aceptaran.

En cualquier caso, esto de vagabundear en busca de trabajo estaba ocasionándole una crisis demasiado fuerte como para afrontarla con el estómago vacío.

Andrés – ¡Hola! ¡Buenos días!

Camarero – .....

Andrés – ¡Que buenos días! (¿No ves como no me hace caso ni el mocoso este con cara de lelo?)

Camarero – ¿Sí?

Andrés – Un desayuno con porras, por favor.

Camarero – No se sirven desayunos ya. Son las doce y cuarto. Lo siento, señor.

Andrés – (¡Habráse visto! Ya se te ve en la cara cuánto lo sientes.) Pues tráigame un café con leche por lo menos.

Camarero – Bien, señor. (Y le soltaba el ‘señor’ con un sutil acento de recochineo.)

Andrés – (Me compro un bollo por ahí y santas pascuas. Yo me ahorro unas pelillas y ellos las dejan de ganar.)

Desde luego, ¿cómo iban a ir bien los negocios? Si Andrés no fuera tan orgulloso, habría podido exponer al dueño del local sus puntos de vista, e incluso conseguir un empleo como cabeza pensante de todo aquel barullo, pero no estaba dispuesto a sacar a nadie las castañas del fuego. Así que, con las mismas, un poco más animado por el café y sacando fuerzas de flaqueza, se coló en la primera boca de Metro que le vino al paso.

Si no fuera porque se sentía predestinado para otros quehaceres —¿cómo decirlo?— menos perecederos, pensaría seriamente en presentar su candidatura para alcalde en las próximas elecciones. Como independiente, claro. Aquella ciudad parecía necesitar con desesperación la sangre fría de alguien capaz de ponerla patas arriba definitivamente, o de construir sobre la ciénaga sin ningún sentido. Construir, construir, a la par que todo se ahoga, ocultando alaridos con ocupaciones chirriantes. ¡Ah, qué buen alcalde sería! Lástima de ciudad, que perdía sin saberlo su mejor oportunidad. Pero el destino se burla de los planes de los hombres y tiene otros proyectos para Andrés. Bien es cierto que en sus primeros años de Universidad vociferó en manifestaciones y asambleas y colaboró con tres movimientos políticos, a cual más izquierdista, repartiendo propaganda por los buzones, vendiendo prensa clandestina a las amigas de su madre, diseñando pósters que luego claveteaba a la entrada del bar de la Facultad —donde, por cierto, pasaba más horas que en las aulas—, participando en reuniones interminables en las que se teorizaba pomposamente sobre el final del fascismo, cantando con su guitarra en festivales pro-amnistía. Pero aquellos eran otros tiempos. Ya lo creo que sí. La injusticia presentaba un blanco franco. La rudeza del régimen era, en cierto modo, infantil. Sus mecanismos de control tan evidentes que resultaba fácil colocarse frente a ellos. La programación televisiva tan mala que permitía dedicarse a la lectura o a cualesquiera otros menesteres. La censura a todos los niveles tan exagerada que no dejaba lugar a dudas sobre la ridiculez de los censores. Aquellos eran otros tiempos, en los que la palabra libertad estaba llena de concreciones y las contradicciones sociológicas de nitidez. El régimen democrático, sin embargo, aspiraba a hacer lo mismo con las mentes de los ciudadanos, pero con mayores sutilezas y subterfugios. Andrés no había visitado las urnas, bueno, en realidad, ni siquiera estaba censado. Por una parte, le aterrorizaba pensar que cierta gente pudiera votar; por otra, las opciones a elegir eran a cual más disparatadas; y, por ende, no estaba, en general y por principios, de acuerdo con las mayorías. En fin, que no sabía uno qué era peor, si correr en las manifestaciones con las porras de ‘los grises’ arreándole en las nalgas, o correr sin ton ni son, o al ton y al son de las campañas publicitarias.

Estaba asfixiándose colgado de una barra de aquel vagón atestado. Intentó ahuecarse un poco la ropa.

Señora – Oiga usted, que me va a sacar un ojo.

Andrés – Perdone, sólo quería...

Señora – Pues fíjese para otra vez en dónde pone el codo.

Tenía que salir de allí como fuera, se encontraba al borde de la lipotimia. Toda aquella gente, un bulto informe de cara amorfa, un color pardo desvaído por la desilusión y la rutina sin interrogantes, y un olor —¡madre, qué olor!— originalísimo, eso sí, no podía oler igual en ningún otro lugar. Podría haberle servido de experiencia si su estómago se hubiera mostrado valeroso, pero no hubo manera. La vida tendría que seguir curtiéndole en otro momento, él se apeaba. Al cabo, le daba lo mismo en una u otra estación.

Lloviznaba cuando emergió a la superficie, lo cual habría agradecido si no fuera porque sus lentes no tenían limpiaparabrisas. Por no tener, no tenían ni patillas. Los sujetaba con una goma que le circundaba la nuca y que él intentaba ocultar entre sus rizos morenos. Padecía de una miopía galopante que le impedía prescindir de aquellos dos cristales llenos de rasguños, equilibristas esforzados sobre su personalísima nariz. Visto de perfil tenía un aspecto verdaderamente confuso, debería cuidar un poco su imagen si quería trabajar en una empresa de prestigio, porque en este mundo la apariencia es la sustancia y lo sustancial no vale para nada. ¿A quién puede importarle quién eres o cuál es tu pasado? Si alguna vez alguien hace como que te escucha es por mera cortesía, o porque espera su turno para aprovechar y desahogarse también, o para beberse una copa a tu salud de tu bolsillo. Importa lo que pareces y hasta dónde estás dispuesto a bajar tus pantalones. Comenzó a deambular sin tino, mirando de soslayo en los escaparates la figura que tantas veces les había enorgullecido y ahora le acomplejaba. Estaba deprimiéndose tanto que no podría convencer a nadie de estar cualificado para ningún trabajo. Recordaba las palabras de Miguel Hernández cuando, como él, hubo de verse

... Topado por mil senos, embestido
por más de mil peligros, tentaciones,
mecánicas jaurías...
... ¡Qué confusión! ¡Babel de las babeles!
¡Gran ciudad! ¡Gran demontre! ¡Gran puñeta!
¡y su desequilibrio en bicicleta!...
... ¡Ay, cómo empequeñece
andar metido en esta muchedumbre!...

***


¡Señor mío! ¡Con lo fácil que parecía la vida de los demás! Tal vez fuera su gran sensibilidad la que lo hacía especialmente vulnerable. Para bracear en este maremagnum había que ser un lince, un hábil, un pícaro. Y no un poeta sin editor, o un pintor sin escuela, un alma de artista que no encontraba mecenas. De pequeño, en el colegio, no es que fuera el primero de la clase, pero casi todos los curas le tenían aprecio. Siempre estaba levantando la mano para hacer preguntas que venían a cuento. En los exámenes, si alguna vez copiaba, lo hacía con gran nobleza, con chuletas muy bien hechas y sin complicar a sus compañeros. Servía para todo, estudiaba Solfeo en el Conservatorio, al que acudía una tarde sí y otra no montado en sus patines, para ahorrar el dinero del autobús y poder comprarse un pastelillo o un bollo. Formaba parte del equipo infantil de balón-cesto, era un buen base, con intuición para organizar el juego y voluntad de victoria aun recibiendo buenas palizas. Siempre estaba dispuesto a participar en las funciones escolares, en lo que hiciera falta. No se retrasaba nunca con sus láminas de dibujo, las cuales presentaba bien acabadas y limpias. Para hacer novillos daba excusas verosímiles, sin abusar demasiado, para que no llegaran malos informes a su casa. Mangaba chucherías en grandes almacenes, también con buena maña. En fin, una joya de muchacho, el cual empezaba a descubrir que serlo no iba a ayudarle a procurarse el condumio ni, lo que era más importante, a ser digno del respeto y la consideración de sus semejantes. Se sentía estafado, como si hubiera estado apostando a una ruleta sin números. Nada de lo que había sido hasta ahora tenía sentido, ni conectaba con esta gran lucha callejera en la que de pronto se encontraba débil y sin recursos.

Este calabobos que no quería cesar estaba empapándolo hasta los huesos. Pero él no era ningún bobo, aunque todos los que pasaban le miraran pareciendo dudarlo. O a lo mejor no le miraba nadie y eran cosas suyas, vete a saber qué era peor. Ni siquiera las canciones que con tanto esmero recopiló durante años interesaban ya a auditorio alguno. ¿A quién narices podía importar que Allende hubiera caído hace no sé cuántos años, o que Víctor Jara hubiera sido torturado, o que Violeta Parra se hubiese suicidado, o que los cubanos siguieran sufriendo el asedio imperialista, o que algún loco juglar siguiera pretendiendo que aún no éramos libres? Ahora lo que partía era el pop y las engominadas crestas que los punkis ingleses llevaban en sus cocorotas mientras votaban a la Thatcher. Imperdibles de pega, tatuajes de pega, cueros de pega. Clavos y cadenas donde antes flores y sándalos. Sadomasoquismo y perversiones varias donde antes “faire l’amour et non la guerre”. Al parecer había pasado demasiado tiempo guarecido en el dormitorio de su pequeña casa de su pequeña provincia y el mundo había estado girando sin contar con él. Habría que acoplarse de algún modo al ritmo desenfrenado de los tiempos. Bajar, como Zaratustra, al descarrilado e ignorante rebaño de los hombres y demostrarles un par de cosas. Adaptación es madre de sabiduría, pues es la ley que la propia naturaleza impone a quienes desean testificar sus mareas y tensiones, y sobrevivir.

Por lo menos debían de ser ya las cinco o las seis de la tarde. Se encontraba molesto consigo mismo por no haber hecho más que buscar excusas a su timidez. El día estaba irremediablemente perdido, así es que entró en una panadería y compró el refrigerio que le tenía prometido a su estómago. Se sentó en un bordillo, iba a hacerlo sobre el envoltorio del panecillo para no mancharse el pantalón, pero pensó que sería mejor rellenarlo con su poderosa imaginación, los vaqueros aguantarían una capa más. Desenvainó su querida estilográfica y escribió:

Ando y ando
huyendo de no sé dónde
hacia no sé qué lugar.
Sintiendo febril
la necesidad de parar
en medio de la calle
—de cualquier calle—
y mirar furtivamente
hacia arriba —por ejemplo—.
Comprobar si aún existe
el color dorado en las nubes,
ahora que seguramente el sol
se esté ocultando en alguna
montaña, en algún
horizonte lejos de este mío
de prisas y ladrillos.
El color dorado en las nubes...
mirando de puntillas
por entre tejas de uralita
y antenas de televisión...
Y algún pájaro volando
—¿no hay aún suficientes jaulas?—
algún pájaro volando
y al fondo los matices serenos
de un cielo contándome
que hay algo más que plástico,
algo más que enanos como yo
enclaustrados en cemento
(monjes de miseria,
insatisfechos basureros).

Quizás la muerte no sea
la extensión infinita que yo siento
y estemos todavía a tiempo
de dar un salto
—un salto grande y audaz—
con nuestras piernas paralíticas.
De dar un salto...
... y escapar.
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