Capítulo segundo

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Durante dos semanas recorrió todas las líneas de Metro, trasbordó en todos los cruces, comió un montón de bocatas de mortadela en un montón de autobuses, sin enterarse apenas de por dónde iba, dormitando con el periódico bajo el brazo, llenándose la frente de ronchones en ventanillas empañadas que no le aislaban del ajetreo incesante de millares de indiferencias. ¡Mierda!, ¿qué iba a ser de él lejos de casa? Se permitió un par de veces el lujo de hacérselo de sesión continua, atardeceres en los que se encontraba demasiado desfallecido como para meterse en su cuchitril a aguantar su desamparo.

El domingo anterior había realizado su primera visita al rastro, de donde salió bien provisto de pequeñas baratijas que le habrían de ayudar en su cambio de imagen: unas cuantas chapas llenas de colorines y nombres que no le sonaban de nada, una chaqueta del año de la tos, unos pantalones de plástico negro que no daban el pego ni a un kilómetro de distancia en noche cerrada. Vamos, que no sabía quién iba a pagar el alquiler del próximo mes. Se sentía mísero y sucio, asustado.

Marcó sin esperanza un número más de aquella interminable lista de anuncios.

Voz – Dígame.

Andrés – ¿Oiga?

Voz – Sí, sí, dígame.

Andrés – Mire usted, buenos días, llamaba por lo de su oferta de trabajo...

Voz – Sí, bueno, es para desplazarse fuera de Madrid, ¿eh? Viaje, dietas y alojamiento por cuenta nuestra, ¿eh? Comisiones sobre las ventas.

Andrés – ¿Ventas? ¿Qué ventas? Aquí dice que se trata de un trabajo artístico.

Voz – Sí, sí, claro, pero el arte también se compra y se vende. En realidad es una oportunidad muy interesante si usted gusta de practicar la fotografía, o si aspira a introducirse en ese mundillo.

Andrés – Pues hombre, no estoy precisamente en posición de poder elegir, aunque he de advertirle que yo de fotos ni idea.

Voz – No importa, puede usted ir acompañando a un profesional. Mire, vamos a hacer una cosa. Si está dispuesto, podemos mandarle mañana mismo a La Coruña, con vistas a seguir ruta por todas las provincias gallegas.

Andrés – ¿Cómo? ¿Mañana?

Voz – Durante el viaje podríamos irle explicando los pormenores de su trabajo.

Andrés – El caso es que... bueno...

Voz – De acuerdo entonces. Le recogeremos en la gasolinera de Puerta de Hierro, con un Simca blanco matrícula M-5085 A. ¿Cuál es su nombre? Si nos dice cómo irá vestido, para mejor identificación, se lo agradeceremos.

Andrés – Andrés, Andrés González. Llevaré una trenka de paño azul marino.

Voz – Bien, muy bien Andrés. Hasta las siete de la mañana entonces. Queremos aprovechar el día. Sea puntual, por favor.

Andrés – Por supuesto que sí. Hasta mañana.

¡Dios santo! Tendría que comprar un despertador inmediatamente. No recordaba haberse levantado a esas horas en su vida, excepto para ir a uno de esos paseos en autocar que se organizaban en el colegio, donde uno acababa siempre afónico de tanto cantar: “¡Qué buenos son los hermanos dominicos! ¡Qué buenos son que nos llevan de excursión! ¡Qué malos son los hermanos dominicos! ¡Qué malos son que nos toman la lección!”. Sí, y también cuando estaba convirtiéndose en un redomado ateo y le dio por ir en pleno invierno, cayéndole la helada sobre su precioso gorro de lana, todos los días no festivos a misa de seis, a rezar sin fe por su fe, a esperar la amanecida con la nariz colorada, la moca colgando, y un escepticismo lánguido y romanticón. Y otro día, ahora se acordaba, que los del Partido quisieron probar el valor de sus militantes de base, haciéndoles creer que se les iban a repartir armas para asaltar un cuartel. Eran las siete de la mañana, las siete en punto de la mañana, las siete en todos los relojes, y allí estuvo él, demudado, eso sí, muerto de miedo y de dudas, agotado por las pesadillas que habían estado asediándole toda la noche. Dejó una nota de despedida en la mesilla, por si le ocurría algo, y acudió a su cita con el deber y el valor. Se rieron de él. Por más que le explicaron que aquello no había sido ninguna broma, que los camaradas estaban orgullosos de contar entre sus filas con alguien capaz de tal arrojo y lealtad, por más que intentaron congratularle con ascensos y parabienes, él siguió sintiendo que se habían reído de lo lindo a costa de su credulidad. Recordarlo, incluso, le dolía y avergonzaba. Para estudiar, sin embargo, prefería trasnochar. Aguardaba el momento sublime en que su madre acababa de coser y fregar los cacharros, cesaba al fin de mangonear por toda la casa y se acostaba. Comenzaban, entonces, sus metódicos paseos al frigorífico o al armario de las galletas: una lonchita de jamón, un par de folios; unas rajitas de salami, un tema ventilado; un cafetito, meter el dedo en el foie-gras o en la salsa mayonesa, indiscriminadamente, sin orden ni concierto, a su antojo. ¡Ah, qué delicia! En realidad, fueron los únicos momentos en que sintió que aquel era de verdad su hogar.

***


¡Ale, p’a Galicia! A él este tipo de aventuras no le hacían ninguna gracia. Andrés era un místico, un explorador de lo interno. Lo único que sabía de la región es que era verde, montañosa y que llovía sin parar. Por lo menos estaría cerca del mar. Algún paseíto por la playa ya se daría, ya. Y si ganaba algunas pesetillas pues mira, no tenía nada que perder.

Mujer – Buenos días. Eres Andrés, ¿verdad? Venga, monta. El maletero va hasta los topes, así es que tendrás que arreglártelas con la maleta ahí atrás.

Andrés – Claro, no se preocupe.

Mujer – Mira, éste es Antonio, mi marido.

Andrés – Hola, ¿qué tal?

Mujer – Y ese Fernando, también le acabamos de recoger ahora. Formaréis una buena pareja de trabajo, espero.

Se miraron con desconfianza.

Mujer – Allí, en La Coruña, tenemos al resto de la gente, aunque eso no os incumbe demasiado, ya que a cada pareja se le asigna una zona diferente. Tu labor, Andrés, será apalabrar con el ama de casa reportajes que Fernando realizará posteriormente. Reportajes de los niños, del abuelo, o de la familia entera, da igual. El caso es tirar las fotos sin ningún compromiso de compra por parte del cliente, que podrá elegir las que más le gusten de un álbum que se le presentará días después. Pero eso ya no es cosa vuestra, sin del equipo de vendedores que...

Tenía la maleta clavada en la barriga. No había espacio ni para dejarla entre las piernas, pues su improvisado compañero le mantenía cercado con tres bolsos, a cual más estrafalario, de los que sobresalían extraños aparejos.

Fernando – Es el trípode.

Andrés – ¡Ah!

Mujer – ¿Qué os pasa? ¿Vais incómodos? No os molestará la sillita del bebito, ¿verdad?

Andrés – No, señora, qué va, si hasta me sirve para apoyar la cabeza en la rueda.

Mujer – Por favor, me llamo Loreto, pero podéis llamarme Mari Lo.

El marido, que todavía no había dicho esta boca es mía, la miró de reojo. Fernando, sorteando obstáculos, logró dar con el codo en el brazo de Andrés, acompañándose de una mueca indescifrable.

Mari Lo – Ya sé lo que podemos hacer. Pararemos a tomar un café y así podré preparar el biberón al renacuajo. De paso, intentaremos organizar los bultos mejor.

Y tanto que se organizó mejor. Con la excusa de llevar dos de los bultos que menos estorbaban en la parte delantera, encasquetó al chiquitín en el regazo de nuestro asombrado protagonista, que no hubo de aguardar ni cinco minutos para recibir, estremecido, el vómito de la mayor parte del desayuno que el infante depositó generosamente en su pechera.

Mari Lo – No pongas esa cara, hombre, que es solo leche. Cuando lleguemos me das la camisa y yo misma te la lavaré.

Andrés – No se preocupe, aunque si tuviera un pañuelo o un poco de colonia, se lo agradecería.

Mari Lo – Con el babero mismo, límpiate con el babero.

Andrés – ¿Sí? Ten al nene un momento, Fernando.

Fernando – Ni hablar. Yo soy el fotógrafo, no la niñera.

El angelito berreaba cada vez más fuerte. De pronto, con gran alivio por parte de Andrés, el marido bramó:

Marido – ¿Quieres coger a tu hijo de una santísima vez y dejarte en paz de tonterías?

Mari Lo – Tu hijo, tu hijo. Lo que tenía que haber hecho era quedarme en casa.

Marido – Exacto.

Mari Lo – Lo único que sucede es que no sabes conducir. Acabarás mareándonos a todos con tus ridículos bandazos.

Desde luego, como el negocio resultara igual que el viaje, iba apañado. Todo este tinglado no olía ni medio bien. ¿Quién le mandaría a él...? Aunque bien sabido es que los pobres no pueden elegir y él, más que pobre, estaba completamente arruinado. Condenado a rodar por los caprichosos senderos del desamparo. Condenado al ignominioso ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’. Qué fácil dejarse abatir, ser un vencido más entre tantos que tragan y aceptan, que aceptan y tragan.




Marido (ahora ya en plan jefe) – Bien, no perdáis tiempo, que no hemos venido a visitar monumentos. Buscad una pensión baratita, en esta misma calle hay varias. Dejáis el equipaje y volvéis para empezar con un tanteo de este mismo barrio.

Fernando – ¿No era el alojamiento por cuenta suya?

Jefe – Sí, sí, sin problema. Vosotros pasáis el recibo y se os abonará.

Andrés – Pero, para traerle a usted el recibo, primero hay que pagar y yo no tengo un perejil.

Jefe – Que no importa, hombre, le decís a la patrona... o mejor todavía, me dais las señas cuando estéis instalados y mañana mismo me acerco a hablar con quien sea menester.

En efecto, encontraron sin tardanza dos o tres pensiones cortadas por el mismo rasero y, puesto que tanto les daba una que otra, dejaron sus bártulos en la que más cerca les pillaba de la base de operaciones. La habitación consistía en una especie de cajón de paredes floridas —jamás comprendería qué morboso placer encontraban las patronas empapelando a sus inquilinos con tamaños floretotes—. Por toda ornamentación contaba con una bombilla que colgaba ramplona del techo y un Sagrado Corazón de latón con un cuenco en su parte inferior, presumiblemente para el agua bendita. Había un ventanuco que comunicaba con la habitación de al lado, la cual tenía un balconcito que daba a la calle, debía de ser el único en toda la casa y reservado, por tanto, a algún privilegiado.

Andrés – ¿A ti qué te parece?

Fernando – Qué me va a parecer. Una mierda.

Andrés – Si quieres miramos en las otras.

Fernando – ¡Bah! Estoy harto de ir de acá para allá con estos trastos. Total para dormir, cualquier sitio es bueno. ¿Tú qué dices?

Andrés – Pues no sé. No tiene lamparita de noche y si uno de los dos quiere quedarse un rato leyendo... Por otro lado, el lavabo está al final del pasillo y yo no tengo batín ni pijama, no me seduce la idea de pasearme en calzoncillos a las tres de la mañana.

Fernando – ¡Caray, qué fino! Te pones el pantalón y listo.

Andrés – Ya.

Más tarde sonaría la hora de arrepentirse una y mil veces de esta inclinación suya a ceder ante los deseos, aparentemente sin importancia, de los demás, a no seguir sus propias intuiciones. Nunca se sabía cuando una cosa iba a ser fundamental hasta que lo era, ni por dónde saltaría la liebre. Pero no precipitemos acontecimientos. De momento, se encaminaron hacia su primera jornada laboral. Andrés con desgarbo y Fernando silbando, con las manos en los bolsillos, como quien estrena vacaciones.

Andrés – ¿No te traes el equipo?

Fernando – A mí nadie me ha dicho nada. Habrá que otear el ambiente y esperar a que me consigas algún reportaje, digo yo.

***


Comenzó una verdadera pesadilla de escaleras y porteros automáticos. Puertas cerradas que había que entreabrir con sonrisas amables. Señoras atareadísimas con el guiso en el fuego, la plancha enchufada y un par de retoños tironeando de sus faldas, mirándole entre risueños y extrañados.

Señora – Mire, usted si quiere háganos las fotos, pero ya le digo desde ahora que no se las vamos a comprar.

Andrés – No importa, señora. No hay ningún compromiso por su parte. Ustedes se dejan fotografiar, yo cobro mi comisión y el vendedor que se las apañe como pueda.

Señora – Si es por hacerle un favor, vale. No parece un mal chico. Al menos podrá comprarse un par de patillas para sus gafas.

Andrés – Gracias, señora. Esta tarde a las seis vendrá el fotógrafo.

Señora – ¡Ah! ¿Pero no nos las hace usted ahora?

Andrés – No, no tengo cámara aquí. Además, así puede arreglar un poco a los niños.

Señora – Pues entonces déjelo, lo siento, pero si mi marido se entera... a él estas cosas no le gustan nada.

Andrés – ¿Por qué no, mujer? Él también puede posar.

Señora – Que no, que no. Lo siento.

El día se hizo interminable. No se sentía con la suficiente ceguera moral como para embaucar a aquellas pobres mujeres con una oferta estúpida. Ya tenían bastante con la foto que le sacaban al mayor en el colegio y que acababa en un cajón donde no estorbaba demasiado, o servía para que el más pequeño se entretuviera un rato sobateándola con los dedos pringados de caramelo, con cediéndoles así un respiro para poder fregar el piso o picar las zanahorias. Más largo aún fue el día siguiente, en el que no solo flaqueaba su entereza, sino también sus piernas. Al otro, las agujetas eran ya irresistibles y renqueó alicaído por bancos y escalones, abstraído por el trajín de los vecinos y los juegos maravillosos de las niñas. Las barriadas se parecían entre sí y se parecían a las de cualquier otra ciudad. Llamar a las puertas se había convertido en un acto mecánico donde ya no cabían vergüenzas ni reparos, las palabras salían solas, como si de un magnetófono se tratara. Incluso llegó a tocar dos o tres timbres al mismo tiempo por ver si se animaban las unas con las otras. Si una decía que sí, ya contaba con medio sí de las otras dos; si, por el contrario, alguna cerraba su puerta con malas pulgas, las otras se crecían y se colocaban en disposición de hacer otro tanto.

Para las comidas y las cenas acudían a un restaurante —así tenían el descaro de llamarlo— del que los dueños parecían ser parientes lejanos de Mari Lo.

Mari Lo – Prima, hiérveme un poco de agua para el biberón, anda.

La tal prima, que con los muchachos solo atendía a la voz de doña Asunta, era una mujer insobornable que racionaba las albóndigas como si no hubiéramos salido de la posguerra y echaba agua de más a la sopa de pescado. Su piel reluciente y su obesidad patente permitían deducir que se echaba de comer aparte. Comida casera y café de puchero, régimen estricto que les mantenía sin fuerzas para protestar.

Andrés – Doña Asunta, por favor, ¿podría ser un pedazo más de pan, o es salirse del menú?

Doña Asunta – ¿P’a qué quieres tú el pan ahora, si ya has ‘acabao’ el segundo?

Andrés – De acabar nada, que me queda un poco de salsa todavía.

Doña Asunta – ¡No te digo! Antonio, ¿pero de dónde has ‘sacao’ tú a estos muertos de hambre que parece que no han comido caliente en su puñetera vida?

Mari Lo – Venga, prima, ¿qué te cuesta darle un pizquito más de pan?

Doña Asunta – Claro que me cuesta. Empiezan por ahí y mañana piden pastelillos p’a untar en el café. El precio que os pongo está muy ‘afinao’ y a no ser que tu querido marido me pague los extras...

Antonio – Está bien, basta ya. El pan que los chicos coman de más me lo apuntas aparte y asunto concluido.

Doña Asunta – Siendo así... toma una ración más de pan.

Fernando – A mí tráigame otra, por favor.

Otro – Sí, y a mí.

Otro – A mí también.

Otro – Y a mí.

Otro – Y a mí.

Antonio – ¿Qué es esto? ¿Un nuevo tipo de huelga o qué?

Fernando – No, Antonio, esto es hambre.

Antonio – No digas tonterías, Fernando. Mi mujer y yo comemos lo mismo que vosotros y no...

Fernando – Eso no es cierto. En primer lugar, cuando nosotros entramos, vosotros estáis ya con el postre, hecho harto sospechoso. En segundo lugar, mientras nosotros nos pasamos el día trabajando, vosotros os hincháis de aperitivos y meriendas por todos los bares de la ciudad, cosa que prácticamente ninguno de nosotros se puede permitir porque no tenemos un duro. Si lo tuviéramos no habríamos aceptado este trabajo, o nos habríamos ido el primer día después de ver en qué consistían vuestras flamantes dietas. Porque, en tercer lugar, nos habéis traído aquí engañados, y no me mires con esa cara, he hablado con casi todos mis compañeros, pese a que tú has hecho lo posible por evitar que tomáramos contacto, y ninguno sabía exactamente en qué iba a consistir su trabajo ni cómo se le iba a retribuir. Para ser francos, ni lo sabíamos, ni lo sabemos aún. Esperamos confiados el cobro de unas comisiones fantasmas sobre las ventas de unos vendedores fantasmas que, según tú, nunca vemos porque comen a otras horas por cuestión de espacio.

Antonio – No creo que sea momento ni lugar para hablar de todo esto, ni sé adónde pretendes llegar.

Fernando – Sólo quería decirte que a mí este montaje me huele a chamusquina, que me pagues lo que es mío y me las piro.

Antonio – Y para eso tanto alboroto. El trabajo cansa, amigo, sobre todo a quien no está acostumbrado.

Fernando – Vale, Antonio, no me busques las cosquillas que se me agotó la ración de buen humor. Págame y no nos calentemos más.

Antonio – Convendrás conmigo en que tendrás que esperar hasta mañana, los bancos han cerrado ya.

Fernando – Otra cosa, la patrona todavía está aguardando tu presentación y por cierto que se va poniendo quisquillosa.

Antonio – Tú ponte en contacto conmigo a primera hora y arreglamos lo que haya que arreglar.

Todos los demás, Andrés incluido, habían permanecido callados, apoyando a Fernando aun con su silencio, asintiendo con la cabeza cuando él hablaba y frunciendo el entrecejo con gestos mohínos cuando el otro contestaba. Mari Lo estaba violentísima, lo que más le molestaba era haberse visto obligada a permanecer al margen, meciendo al niño con la boca abierta en expresión de pasmo.

Fernando – Dietas y alojamiento por cuenta nuestra, ¡vaya morro! ¿A ti no te dijeron eso? Pero claro, se aprovechan de que, como hay tanto parado, mañana mismo ponen un anuncio en el periódico y ala: otros cincuenta pánfilos a quienes machacar las pantorrillas.

Andrés – De las pantorrillas no me hables, que al fin y al cabo el que se ha currado la escalera he sido yo.

Fernando – Tonto eres tú que lo sigues aguantando.

Andrés – No, si a lo mejor me engancho contigo mañana de vuelta a Madrid. Aunque no sé adónde iré, porque con lo que haya sacado aquí no me da ni para la cuarta parte del alquiler.

Fernando – ¿Pues no dejaste un mes de fianza al firmar el contrato?

Andrés – Sí.

Fernando – ¡Joer!, pues que tiren de ahí mientras buscas otro curro. La intención de pagar ya te la ven.

Andrés – ¿Tú crees?

Fernando – Claro que lo creo. Anda que no he dejado yo veces dos y tres meses a deber. Además, ¡mecachis en la mar!, por hoy se han acabado ya las penas. Con las pocas pelas que me quedan nos vamos a ir tú y yo a tomar una copa.




Andrés no era bebedor. Lo normal, unos vinitos al salir de clase, alguna cerveza en verano, algún que otro cubata si le invitaban. Nunca había bebido por placer, por dar gusto al paladar, sino casi casi de cumplido. Porque, a ver, entrar en un bar y pedir un refresco de limón sin llevar ningún niño de la mano, le daba así como vergüenza. En su tierra había buenos vinos. Él mismo había vendimiado por los pueblos para sacar unas pesetillas cuando estudiante, cortando la uva y la mano, que se la dejó hecha una pena con aquellas navajas traidoras de puro afiladas. Le contaban que en Francia las cepas eran más altas y tan despejadas que podían ser peladas con tijeras, cómoda y velozmente. El mejor momento de aquellas jornadas agotadoras y mal pagadas era cuando les regresaban a la casa en el tractor, mientras el sol se ponía y las mujeres se quitaban el pañuelo de la cabeza y nadie hablaba y los riñones acababan de partirse en los baches del camino.

Fernando – ¿Qué piensas ahora?

Andrés – Perdona, no era nada, es que ya con dos voy medio aturdido.

Fernando – Claro, el sol y sombra es muy cabezón, pero no te preocupes que no tomamos más. ¿Te parece que nos demos una vuelta por la playa?

Andrés – Me encantaría, de pronto el día se ha vuelto luminoso. ¿Sabes?, pensaba que resulta muy difícil encontrar un trabajo que no haga perder la dignidad, que no rebaje, donde uno sienta que da la talla como ser humano, como hacedor de futuro.

Fernando – ¡Caray!, pues sí que estás un poco colocadete, sí.

Andrés – Te burlas, ¿ves? Pensarlo siquiera es motivo de mofa, una salida de tono.

Fernando – No es eso, hombre, era por decir algo. No creas que eres el único que siente...

Andrés – A veces lo veo así, como si fuera el superviviente de un gran desastre por el que todos los demás han quedado prendidos, hipnotizados, tictaqueando en ordenadas rutinas, esclavos de presentes ajenos, voyeurs de pasiones ajenas, insuflados de vanas aspiraciones, de tantas y tan estúpidas aspiraciones que no les permiten atender a la única válida: vivir una vida propia.

Fernando – Con lo que eso quiera decir.

Andrés – Con lo que eso quiera decir.

Fernando – A lo mejor ha empezado ya la guerra bacteriológica y esos jodíos bichitos nos están comiendo los sesos a todos, menos a ti según tú.

Andrés – Ya estamos. Yo no he dicho eso.

Fernando – Más o menos. Aunque entonces no sé qué pintas aquí. A mí también me jode que venga un listillo a aprovecharse de mi perentoriedad, pretendiendo comprarme por cuatro perras. Pero yo voy y se lo digo, aun sabiendo que me quedo de nuevo en la calle. Tú, en cambio, bien calladito que estabas.

Andrés – Hombre, yo pedí el pan y rompí el hielo, que la prima no veas tú si impone. Además, te estás yendo por las ramas.

Fernando – Sí, claro, el tronco es el que a ti te conviene. Menudas tragaderas tienes tú también. Pues como todos, ¡qué carajo! Lo que intento decirte es que ya me sé eso de que el trabajo debería servir para realizarse, ser una fuente de recursos para el desarrollo de nuestras capacidades, etc., etc. Los marxistas se tiraban ese rollo y luego mira la que organizaron.

Andrés – Pero tiene que haber algún modo, no sé: las profesiones liberales, los artistas...

Fernando – ¿Qué quieres que te diga? Yo soy fotógrafo y bueno, te lo juro. Llevo años trabajando con mi ampliadora y mis líquidos, presentándome a concursos, gastando lo que no tengo en carretes y carretes, exponiendo en pequeños pubs, empapelando mi casa con obras de arte que no se pueden comer. Y la patrona, encima, se me queja de que le agujereo las paredes con tanta chincheta. Hay que entrar por el aro, hay que venderse, presentarse a la subasta gritando: “¿Quién da más? ¿Es que no hay nadie que de más?”. Y esperar que algún postor generoso dé contigo. Y plañir porque con el cuerpo no se te lleven el alma. ¡Mierda! ¿Para qué me haces hablar de todo esto? ¿No íbamos a dar un paseo tranquilo por la playa?

Andrés – Perdona. Pero es que estoy hecho un lío.

Fernando – Anda, vamos, con un poco de suerte nos topamos con un par de colegialas avispadas que hayan hecho novillos.

Andrés – Eres incorregible, ¿eh?

Fernando – ¡Ojalá!

El agua venía sucia. La marea iba dejando un reguero de basura a lo largo de la playa. Andrés se empeñó en remangarse los pantalones y andar con los pies en el agua. Acabó empapado hasta media pierna, pero a él no le importaba. Meneaba la cabeza para que el pelo se espantara con la brisa y dejara su cara limpia, con aquel simulacro de lentes sobresaliendo medio torcidos, galopando en su nariz bien amarrados por la gomita.

Fernando – Te estás poniendo los calcetines sin quitarte bien la arena.

Andrés – Es que me pones nervioso, ahí mirando, esperando que acabe de una vez.

Fernando – No te he visto disfrutar de esta manera en ningún momento de la semana que llevamos pegados el uno al otro.

Andrés – Hombre, alguno más ya ha habido, pero a lo íntimo.

Fernando – Sería con la luz apagada.

Andrés – Sería.

Fernando – No me caes mal, ¿sabes?

Andrés – Tú a mí tampoco.

***


El estómago de Andrés se encogió y eso le despertó. Un ruido espantoso. El grito de una niña. Un jadeo lleno de volumen. Sonido de cristales al romperse con en un golpe seco. Un grito horrible, delirante, de asombro, de miedo. Sensación de pesadilla, o quizá deseo de estar todavía soñando.

Andrés – ¡Fernando! ¡Fernando! ¿No has oído?

Fernando – Sí, calla, a ver si se oye algo más.

Andrés – Mejor sal a ver qué pasa, anda.

Fernando – Mira qué listo, sal tú y te enteras de primera mano.

Andrés – Venga, hombre, ¿cómo voy a salir sin pijama? Pero date prisa.

….................................................................................................................

Fernando – Nada. Un majara que se ha tirado por el balcón.

Andrés – Pero ¿cómo que nada? Haz el favor de no ser vengativo y contármelo todo.

Fernando – Pues eso. Ahí, en la habitación de al lado, un tío que se ha levantado sin despertarse –sonámbulo, ya sabes—, ha saltado por el ventanuco cayendo en la cama de una niña que dormía plácidamente junto a su mamá, se ha roto las patas de la cama del empellón y la pobre se ha asustado muchísimo, el tío ha seguido andando como si tal cosa en dirección al balcón y de pronto se ha lanzado sin abrir ni siquiera la puerta. Si es que no es normal que las habitaciones se comuniquen entre sí.

Andrés – ¡Santo Cristo del Despojo! ¿Han bajado para ver qué se ha hecho? ¿Se ha matado?

Fernando – (Pero ¿dónde habrá aprendido este chaval semejantes imprecaciones?) No, qué va, ha caído en el toldo de la tienda de abajo y se ha despertado. Está consternado, puedes figurarte. No hay quien le haga entrar en razón. No hace más que repetir: “A mí es la primera vez que me pasa, de verdad. No comprendo cómo ha podido ocurrir algo así”.

Andrés – ¡Puf! ¡Vaya susto!

Fernando – Bueno, anda, apaga la luz y vamos a dormir.

Andrés – Todavía no me vuelve el corazón a su sitio.

Fernando – Ya te digo que el chico está bien…

Andrés – ¡Calla!... ¿escuchas?... ¿qué pasa ahora?... ¿quién se marcha?... ¡asómate!

Fernando – Sí, ya los veo. Se van los tres.

Andrés – ¿Qué tres?

Fernando – La madre, la niña y el sonámbulo. El sonámbulo se está disculpando con ellas. La madre le dice que lo comprende, que no se preocupe, pero que ellas no pueden seguir durmiendo aquí, que están demasiado impresionadas, sobre todo la niña. Y él que lo siente, que lo siente mucho, que le perdonen, que él tampoco puede quedarse. Yo lo veo como avergonzado. La niña, escondida tras la madre, rehuye sin disimulos su mirada.

Andrés – ¿Qué estaría soñando?... ¿Tú no sientes cargada la atmósfera?

Fernando – ¿Cargada de qué?

Andrés – No sé. De algo que da mucho miedo. Como si alguien se hubiera dejado entreabierta la puerta que conduce a otro mundo y hubiera corriente.

Fernando – Estás helado, tienes tiritona y esta no es hora de ponerse a cavilar. Mañana será otro día.

Andrés – ¿Te importa dejar un rato la luz encendida?

Fernando – Pero chico ¿tú has visto la hora que es?

Andrés – Ya te dije que lo de que no hubiera lamparita de noche iba a ser un incordio. Yo ahora no puedo dormir y me apetece escribir un poco.

Fernando – Nos ha jodido el poeta.

Andrés – Si te vas a poner así…

Fernando – Dale, dale, que no soy yo quién para cortarte. Es solo que tienes una inspiración de lo más intempestiva. Pero me arropo bien hasta los ojos y me quedo frito en un santiamén.

Andrés – Gracias.

Fernando – Y que te cunda. Mañana en el tren, de vuelta al foro, me lees lo que hayas escrito.

Andrés – Vale.

***


Sí, sí, en el tren. Cuando Andrés y Fernando llegaron para saldar cuentas, el pájaro ya había alzado el vuelo. Menos mal que, al menos, había dejado como rehenes a su mujer y a su angelito.

Mari Lo – Os digo que le llamaron de Madrid por asuntos del negocio. Tenemos allí más gente trabajando y no ha tenido más remedio que ir.

Fernando – Ya.

Mari Lo – Pero mañana estará de vuelta. No creeréis que queremos estafaros.

Fernando – Páganos tú entonces.

Mari Lo – No puedo. Se fue con tantas prisas que no se acordó de dejarme vuestros números. No se cuánto se os debe.

Fernando – Ya.

Mari Lo – No me parece a mí tan grave. Haced hoy otras cuantas visitas y os ganáis algunas pesetillas más, que daño no os van a hacer.

Fernando – Y un cuerno, Mari Lo. ¿Te has creído que somos tan bobos como la necesidad nos obliga a parecer en ciertos momentos? Os estáis pasando y a mí no me gusta que jueguen conmigo.

Mari Lo – ¿A mí qué me cuentas? Cuando venga Antonio le dices lo que tengas que decir y adiós muy buenas.

***


Antonio tardó cuatro días en regresar. Doña Asunta —la prima— no quería ponerles la comida porque tampoco ella había visto ni una perra. La desconfianza iba haciéndose general, casi nadie salía ya a trabajar. Fernando estaba en su salsa, despotricando con unos y con otros. Todos tenían los bolsillos limpios, o eso decían. Con los últimos duros que quedaban se había hecho un fondo para comprar bocadillos y en el reparto, aunque no llegó la sangre al río, hubo sus más y sus menos. Era una situación inverosímil. Andrés, desconsolado por el hambre y la adversidad, paseaba arriba abajo para distraer el estómago. Apenas si atendía a las conversaciones, mascullando reniegos y maldiciones y repitiendo: mierda, mierda, mierda, como un niño chico. Pensó abandonar, dar todo por perdido y escapar haciendo dedo en la autopista. Una vergüenza, desde luego. Y más vergüenza todavía cuando se enfrentara a los ojos del encargado de los apartamentos que, sin duda, le saludaría recibo en ristre. Él no sabría cómo mantener el tipo en una situación así, no le gustaba deber nada a nadie. Además, todavía quedaba alguna esperanza. Tenían a los rehenes y merecía la pena aguantar un poco más después de haber pasado lo peor.


Dijo que había llegado de madrugada cuando se les apareció por la mañana como si tal cosa y con cara de que aquí no ha pasado nada.

Antonio – ¿Se puede saber qué son todas esas fantasmadas que me ha contado Mari Lo? ¿Es cierto que os habéis negado a salir a trabajar? No esperaréis cobrar luego las dietas, porque no estoy dispuesto a costear vacaciones a una panda de holgazanes. Está visto que, en cuanto falta uno, todo va patas arriba. ¡Qué poco sentido de la responsabilidad!

Fernando – Mira, Antonio, debilitados como estamos por el hambre, no nos queda lucidez para contestarte. Pero lo que sí puedo decirte es que o me pagas ahora mismo o te rompo la cara.

Antonio – Estás loco, Fernando. Claro que te pago. Y lárgate cuanto antes.

Andrés – A mí también me gustaría que me pagara, si no tiene inconveniente.

Otro – Y a mí.

Otro – Y a mí.

Antonio – Está bien, está bien. Me está bien empleado, por no mirar bien con quién me gasto los cuartos. ¿Alguien más se da de baja? Los que se queden sepan que es para trabajar en firme. Aún quedan muchas calles sin patear y muchas puertas a las que llamar en Lugo, en Orense, en esta región de momento, pero ¿quién sabe dónde llegaremos? Tenéis que entender que se trata...

A Andrés se le estaba poniendo la carne de gallina de pensar en pulsar un solo timbre más, pero muchos de los otros aceptaron que todo quedase en un malentendido y salieron de nuevo a trabajar sin buscarle más pies al gato.

Antonio – ¡Eh, vosotros! —ya dueño de la situación—. No tengo aquí suficiente efectivo para pagaros. Os voy a dar un cheque a cada uno y lo suficiente en metálico para comprar el billete de vuelta, lo que, naturalmente, descuento del importe de los cheques.

Fernando – La patrona está echando humo.

Antonio – Sí, sí, ya sé. Ahora me acerco por allí.

Parecía que al fin iban a escapar de aquella pesadilla. Llenaron sus maletas apresuradamente, contentos de sacar el pie del cepo. Corrieron hasta la estación. Corrieron por el andén tropezando con la gente y propinando empellones a niños descuidados. Andrés calculó mal la altura de los escalones y la maleta rodó como una loca, llamando la atención de los que pasaban y abochornando a Fernando.

Fernando – ¡Jo, macho! Eres más de pueblo que las amapolas. Podrías comprarte al menos una mochila decente. Y no ahí, con esa cuerda enrollada, que sólo te faltan los chorizos colgando.

Andrés – Quién fue a hablar. Te habrás visto tú con todos esos bártulos lo que pareces. Además, si no fuera por la cuerda, ahora mismo estaría todo por el suelo.

Fernando – Si no fueras tan pato.

Andrés – O si tuviera una maleta de piel, con llaves, correas y cuatro ruedecitas para llevarla rodando como un patinete.

Estaban nerviosos, pero cuando se sentaron en el expreso y se miraron el uno al otro no pararon de reír en cinco minutos, mientras se abanicaban ufanos con sus respectivos cheques. Cheques que, por cierto, nunca conseguirían cobrar porque Antonio tenía la cuenta en números rojos rojísimos. Aunque eso ellos —¡benditos inocentes!— aún no lo sabían.

Fernando – Estás escurriendo el bulto.

Andrés – ¿Eh?

Fernando – Prometiste leerme alguno de tus esforzados primores.

Andrés – No te burles. Si quieres te dejo el cuaderno y lo lees tú solito, que ya eres grande y a mí me da vergüenza decirlo en alto.

La vida a veces
plantea cuestiones inabordables
notas sostenidas de borrosidad y desconcierto
lagunas que transportan flotando tu cuerpo abandonado
al ningún sitio
de los sueños que no fueron
que no se saben si son
y que permanecerán enganchados ya
en las bases quebradas de tu pobre cerebro
de ahora en adelante
y para siempre.

Lo sabes
siempre lo has sabido
hay que seguir más allá
para mirar
y no reír y no llorar.

Fernando – ¿Puedo leer alguno más?

Andrés – Psssss.

Fernando – Mira, para que veas que no me burlo. (Sacando del bolsillo de la camisa una servilleta de bar toda dobleteada, donde a duras penas podría leerse nada.) También yo hago mis pinitos. Si me dejas fisgar un poco más en tu cuaderno, te lo regalo.

Andrés – Trae p’acá, anda. Al menos lo salvaré de tus manos atolondradas y lo copiaré en un papel decente:

Eres muy pretenciosa
tapándote tanto las rodillas.
Con estas prisas no creas
que va a ser fácil
que alguien hurgue en tus enaguas.
La vida es como un soplo,
uno o dos botones
son a veces demasiados.
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