Capítulo quinto

----------------------
------------------------
Andrés – No sé qué voy a hacer ahora. Como no caiga maná de los cielos en forma de billetes verdes...

Fernando – Si es que no se te puede dejar solo. Y yo que te llamaba para pedirte pelas... No te lo vayas a creer, que es broma.

Andrés – Pues no me extrañaría nada. Total, no has tardado más que un poquito en dar señales de vida.

Fernando – Venga ya, no la emprendas conmigo, que yo no tengo la culpa de tus desdichas. Además, no es como si hubieras echado a perder la oportunidad de tu vida. Lo cierto es que te estaban explotando vilmente.

Andrés – El Fernando de siempre. Es reconfortante oírte hasta por cable.

Fernando – Y tú tienes depresión congénita, poeta. ¿Por qué no celebramos tu rebeldía sin causa en cualquier garito de mala reputación? He conocido últimamente unas cuantas fórmulas infalibles para tus cuitas y, si te portas bien, te puedo presentar a alguna de ellas esta noche.

Andrés – No, si ando yo muy solicitado, no creas.

Fernando – ¡Bah! No estás hablando en serio.

Andrés – ¿Pones, acaso, en tela de juicio mis múltiples encantos? Aunque, no me malinterpretes, no estoy rechazando tu invitación. A nadie le amarga un dulce.

Fernando – ¡Caray, cachorro! Me dejas de una pieza. Parece que ‘la capi’ te está espabilando que da gusto.

Andrés – Juzga por ti mismo.

Fernando – Pues quedamos a las diez, en la boca del Metro de Bilbao. ¿Vale?

Andrés – A mí me viene de perlas, porque no tengo que hacer ningún trasbordo.

Fernando – Hasta la noche, entonces. Y prepara la bodega, porque la vamos a reventar.

Andrés – Yo no me asusto ya de nada.

***


¿A qué echarse ahora las manos a la cabeza? ¡Al diablo con el señor Cabestrales, o Cabestranco, o Cabesporras! ¡Al diablo con la jefa y su banda de secuaces! ¡Al diablo con los comandos embatinados de añiles camaradas! Fernando tenía razón, trabajos como ése no le iban a faltar. Lo que tenía que hacer era tantear con sagacidad el entramado de aquel enorme y desconocido tablero, posicionar con astucia las primorosas fichas que aún no le habían chafado, perfilar su próxima jugada escamoteando a sus adversarios el auténtico objetivo de su particular partida.

Pasos a seguir:

1º Un baño reparador para destensar los músculos y los malos humores. Con un chorrito de ese gel nacarado de la oferta del hipermercado. Y unas gotitas de esencia de eucalipto, para desatar en sus pulmones las negras cintas que sus recientes excesos habíanle anudado.

2º Poner en orden las cuatro cosas atesoradas con mimo en el cubículo que le estaba demandando más sacrificios que una amante de lujo.

3º No limpiar el susodicho cubículo, aunque buena falta le hacía, para no recordar su pasado inmediato.

4º Repasar su desatendida producción literaria. Sentarse tranquilamente a escucharse por dentro, a esperar el fogonazo certero que dejara clavadas las palabras al papel, a través de su mano, con un pulso eléctrico de estrellas. Alucinantes caleidoscopios por donde se quebraba, una y otra vez, el horizonte de su atlas.

5º Como probablemente sucumbiría a la atmósfera somnolienta de las tardes de verano, pondría el despertador a las ocho. No quería faltar a su cita con Fernando.

Lo único por la guita, que por las noches se iba como la espuma. Si volvía muy tarde, tendría que coger un taxi y eso desequilibraría, aún más, su balanza de pagos. Pero, una celebración es una celebración. No todos los días se encontraba uno partiendo de cero, resurgiendo de las propias cenizas como el tan traído y llevado ave fénix. A propósito, que si tanto se mencionaba al dichoso pajarraco sería porque no era su hoguera la primera, ni él el único hereje. Otros habían ardido antes que él y habían resucitado cien veces más fuertes. Infundía mucha confianza eso de sentirse miembro de una raza de héroes.

Por otro lado, quien nada posee, nada puede perder. ¿Para que andar ya contando las pesetas? Al dinero había que dejarlo fluir (¿en dónde había oído eso?). Cuanto más sale, más entra. Como los buenos ríos de cauce ancho que, no obstaculizando el transcurrir de las aguas hacia su destino, lucen un abundante caudal en todas las estaciones del año. Así, abriría las compuertas de su lodazal y entonaría salmos rituales para atraer a la lluvia. Se sintió ligero y confiado. Expectante.

Fernando – ¡Hola, cachorro!

Andrés – ¿Qué hay, sabelotodo?

Fernando – ¿Qué te ha pasado en las gafas?

Andrés – Me las rompió una rubia maciza, a besos.

Fernando – Uno a cero. Según veo, te estás convirtiendo en un alumno aventajado.

Andrés – Ya ves.

Fernando – Y no es que parezcas demasiado afectado por tu renovada ruina.

Andrés – Hay cosas peores.

Fernando – ¡Aleluya! Este encuentro promete ser de lo más estimulante. ¿Has cenado?

Andrés – Claro que no.

Fernando – Pues ¿a qué esperamos? Vamos, te invito. Pero que no se e ocurra poner pegas. Voy a llevarte a un restaurante japonés y a obligarte a comer pescado crudo.

Andrés – Oye, no le gastes bromas pesadas a mi atormentado estómago, que más bien lo que necesita es mimo y cuidado.

Fernando – A callar he dicho. Sígueme.

Allí estaba él, con un hambre de mil demonios, asediado por unos cuantos cachivaches llenos de sospechosos mejunjes. Ciertamente, habría preferido un buen lechazo en un castellano o, como mal menor, un codillo en un alemán. Mas la carne es débil, y la suya con mayor motivo, pues sus derroches nocturnos veníanle dictando una dieta rigurosísima. Picoteaba a deshoras, cuando se convertían en rugidos las protestas de la boca del estómago. Y aquel día ni siquiera eso. Entre pitos y flautas había mantenido un ayuno ejemplar, por lo que a las diez y media una auténtica estampida de reses salvajes arrasaba su exigua fortaleza.

Andrés – Podías decirle al camarero que me traiga un tenedor, porque me pueden dar las uvas si tengo que aprender a comer con estos palitroques.

Fernando – Díselo tú, no muerde.

Andrés – Ya, pero igual se ofende.

Fernando – No lo creo. No eres el primer occidental inútil que pasa por aquí.

Andrés – A ti, en cambio, se te ve con experiencia. Debes de estar hecho un ricacho para poder venir a entrenarte a sitios como éste.

Fernando – No me quejo, no.

Andrés – Suelta prenda de una vez, que te lo tengo que sacar a cuentagotas.

Fernando – No sé. ¿Qué quieres que te cuente? A lo mejor otro día. Hoy hablemos de ti.
Estás tan cambiado.

Andrés – ¿Qué pasa? No te habrás metido en nada feo, ¿verdad?

Fernando – ¡No digas tonterías! Por si esto te tranquiliza, no me dedico a atracar gasolineras ni a ningún otro tipo de pillaje. Siempre ha habido clases.

Andrés – Pues entonces, no te entiendo. Si tu prosperidad es legal...

Fernando – Legal, ilegal, caras de la misma moneda. Códigos susceptibles de evolución. Normas heredadas que se adecuan con demasiada lentitud al ritmo de los tiempos.

Andrés – ¡Uy, uy, uy! Qué me huele a chamusquina.

Fernando – No será el pescado.

Andrés – No, no es el pescado. Y no te hagas el gracioso. Si no quieres confiar en mí, allá tú. Pero no burles mi interés con evasivas.

Fernando – ¡Ay, hijo! No saques de quicio las cosas. Es solo que no me parece el momento oportuno.

Andrés – Vale, vale. Pues... hace una noche muy agradable. Es raro que no haya acabado en tormenta con el día tan bochornoso que hemos tenido...

Hasta la propina fue espléndida. Andrés se mostraba huraño y esquivo. En cuanto bajaba uno la guardia, le tomaban por el pito de un sereno. Él había acudido a su reencuentro con Fernando sin ambages, sin reservas, como un libro abierto. Y, a cambio, su amistad había chocado con el muro infranqueable de la desconfianza.

Fernando – Venga, no vas a estropear la noche solo porque no quiero hablar de mi trabajo, ¿verdad?

Andrés – Yo creo que eres tú el que se está tirando un rollo rarísimo.

Fernando – Tú, que te muerde la curiosidad y, como eres más infantil que el mecanismo de un chupete, pillas la pataleta y listo.

Andrés – No si arrieritos somos. Ya te voy a esperar yo a ti.

Fernando – ¡Anda, so vengativo! (Colocando su brazo sobre el hombro de Andrés.) Firmemos una tregua frente a un refrescante piscolabis. Y déjate ya de paparruchas.

Andrés – No sé qué hacer, porque lo mismo yendo por ahí contigo me confunden. ¡Chorizo! ¡Malversador! Sabe Dios lo que te traerás entre manos.


Había que bajar unas escaleras y recorrer un pasillo oscuro y breve para desembocar en un cuadrilátero sonoro profusamente iluminado, contra lo que cabía esperar en esas horas de recogimiento e intimidad. Una mesa de billar, a más de dos futbolines y un comecocos electrónico, amenizaban la estancia a una clientela variopinta, aunque predominantemente greñosa, entendámonos, de aspecto descuidado. Porque Andrés no es que fuera hecho un figurín, pero siempre gustó de acicalarse a su manera. Le atraía lo diferente, incluso lo estrafalario, la gente que con su vestimenta señalaba sus diferencias y desacuerdos. Pero de ahí a oler a rayos a tres metros de distancia, o a llevar las uñas negras de puro abandono, había un abismo. Y ya las chicas no digamos. Le molestaba hasta que se embadurnaran el cutis con esos potingues de colorines que llamaban cosmética. Un sacacuartos, eso es lo que eran, y una barrera entre piel y piel en llegando momentos cruciales. Teresa no. Al menos las veces que él había tenido oportunidad de verla se había presentado así no más: “con la cara lavada y recién peiná”. ¡Ay, qué cosquilleo sólo de pensar en ella! ¡Con cuánto placer suplantaría al uno por la otra en ese preciso instante! Un tiquitiquití con la nariz, como en la peli de “Embrujada” y ¡pumba!, aquí doncella donde antes rufián. Encantamiento imposible y poco práctico, ya que el que se decía ‘su amigo’ parecía dispuesto a borrar sus reticencias, costeando su desenfreno. Además, no era mala táctica la de hacerse desear. Seguro que al no verle aparecer por el pub de Ramiro, como cada noche de las últimas dos semanas, saldrían a buscarle por todo el barrio o, por lo menos, se convertiría en la comidilla del clan de las féminas durante un buen rato. ¡Yuhu! Sin pensárselo ni proponérselo, le había salido pero que muy requetebién. Una artimaña redonda.

Fernando – ¿Y esa sonrisita de chico malo?

Andrés – ¡Oh, perdona! Se me había ido el santo al cielo.

Fernando – ¡Toma! Y dando rodeos, porque al camarero se le han cansado los ojos de mirarte, por si te decidías a pedir algo.

Andrés – Pues claro que me tendré que tomar algo. A eso hemos venido, digo yo. No voy a estar aquí, mano sobre mano, contemplándote a ti la cara.

Fernando – Contén tus iras, que ya te he pedido un chisme bien cargadito.

Andrés – ¿Sin preguntarme siquiera? Desde luego, tenéis todos un afán de emborracharme que ya, ya.

Fernando – ¿Todos? ¿Se dignaría usted indicarme en qué grupúsculo, secta, congregación o similar zarandaja está incluyéndome? ¡Vamos, desaborío, desembucha de una vez!

Andrés – Pues me da rabia, pero la verdad es que si no te lo cuento reviento. Verás, he conocido unas chicas muy atentas y... bueno... el caso es que...

Fernando – Que intentaron emborracharte para poder meterte mano.

Andrés – No seas cazurro y déjame hablar.

Fernando – De acuerdo, pero no des tantos rodeos y al grano.

Andrés – ¡Vete al cuerno! Has de saber que hay cosas que no pueden explicarse en dos palabras.

Fernando – Ya. ¿Y cómo dices que se llama la afortunada?

Andrés – Te crees muy listo ¿verdad?

Fernando – Regular nada más. No necesito serlo para traducir tus titubeos, pipiolo mío.

Andrés – Tampoco vayas a hacer una montaña de un grano de arena. En realidad apenas la conozco, es solo una intuición. Incluso es probable que me la esté inventando. Lo único que sé es que, cuando la recuerdo, millares de bichitos se confabulan para venir a trepar por mis venas. Y a mí me entran ganas de yo qué sé qué. Y tengo que controlarme para no empezar a pegar botes, o a rascarme por todos lados para aliviar la desazón. No soy un experto en estas lides, lo reconozco, así es que agradecería que dejaras tus chanzas a un lado y no utilizaras tu experiencia para mofarte de un dubitativo, tímido, amedrentado y posible enamorado.

Fernando – ¡Dios me libre! Lo que daría yo por volver a sentir esa marabunta en mis carnes. Agarra al toro por los cuernos y no lo dejes escapar, porque no es fácil que nuestra existencia luzca semejantes destellos de autenticidad. Aunque sientas que en tu cabeza todo se desbarata y que te estás quedando en bola picada, merece la pena. ¿Chin-chin?

Andrés – ¡Chin-chin! Pero me dejas de un aire. Pensé que te parecerían tonterías mías, historias de poca monta, incidencias de un novato en apuros.

Fernando – Tonterías me parecen tus recelos y cautelas. En cuanto a lo de ser un novato... bueno, el amor nos pilla siempre con el culo al aire, créeme, y el más listo se expone siempre a que se la den con queso.

Andrés – Me encanta estar contigo cuando me tomas en serio.

Fernando – Siempre te tomo en serio, cachorro. Pero sabes de sobra que no me gusta ponerme trascendental. A propósito, si necesitas ayuda en tu noche de bodas... ayuda verbal, se entiende, algún consejo de última hora, ¡ejem! Por mi discreción no debes preocuparte, soy una tumba.

Andrés – ¿Lo ves? Ya te estás pasando otra vez. ¿Qué te hace suponer que yo todavía no me he estrenado?

Fernando – Pero si era solo una broma. A ver si voy a haber sacado de mentira verdad.

La cara de Andrés no era una cara, era un pimiento morrón. De sobra sabía él que su caso no se ajustaba a lo que se asumía como normal dentro de los usos y costumbres de la época. A punto estaba de cumplir los veintinueve y se conservaba más casto y puro que un eremita. Ahora le veía las orejas al lobo y la idea de que su elegida pudiera percatarse de su celibato hacía zozobrar la barquichuela de su arrogancia.

Andrés – Yo no he tenido tiempo de pensar en esas cosas.

Fernando – ¡Venga ya! Te estás quedando conmigo.

Andrés – Tampoco he encontrado la pareja adecuada. No soy un animal. Necesito un alma delicada, capacitada para hablarle de tú a la mía. Una mano cálida y sabia, para pulsar fina y oportunamente las fibras sutiles que desatan el mecanismo del placer. Unos labios que...

Fernando – No. No sigas, por favor, que a este paso voy a tener que ir corriendo al baño y, sinceramente, prefiero elegir otro tipo de decorado para ciertos menesteres.

Andrés – ¡Burro! ¡Más que burro! Estaba hablando en sentido metafórico.

Fernando – Sí, sí, pues metafóricamente también y, pese a que a mí las que me chiflan son las hadas y las sirenas, por no ahondar en el morbo incuestionable de Blancanieves o de la Bella Durmiente, te diré que “en época de guerra cualquier agujero es una trinchera”.

Andrés, patitieso, giró sobre sí mismo con los ojos como platos. Afortunadamente, allí cada cual estaba a lo suyo y nadie parecía haber prestado oídos a sentencia tan singular. O mucho se equivocaba, o aquella socarronería solo podía ser adquirida en los subsuelos de una gran mentira, establecida como realidad oficial. Un montón de mundos, soterrados bajo un océano de ilusoria moral, le lanzaban descocados guiños. Y aún temía que alguno de sus tentáculos se enredara en sus tobillos virginales, mellando su inocencia de forma irreparable.

Andrés – No todos hemos sido cortados por el mismo patrón. Yo nunca he sentido esa ansiedad arbitraria e irracional a la que tú aludes. Para mí, el objeto de deseo es indesligable del deseo mismo. Y su satisfacción, un complicado crucigrama que ha de resolverse entrelazando espíritu y materia, razón e instinto, imaginación y sensualidad.

Fernando – Excusas que no te crees ni tú. Lo que pasa es que tienes un miedo que no te tienes. Y no me mires con esa cara, que si me importaras un bledo, no me atrevería a hablarte como lo hago. Existe un momento idóneo para el aprendizaje de determinadas prácticas en nuestra vida, lo cual no significa que, una vez pasado dicho momento, cualquier esfuerzo por parte del alumnado resulte estéril. Me explico, se puede aprender a montar en bici a los cuarenta, o acudir a un cursillo de natación a los cincuenta, pero tienes que tomar conciencia de que las cortapisas con las que habrás de medir tus fuerzas van a aumentar considerablemente. En otras palabras, no creo que te puedas permitir ir de farol en esta baza. Porque, para colmo, lo que está sobre el tapete es algo fundamental para ti y para cualquiera. Aunque a veces parezcas un cardo borriquero, no has nacido de una flor. Estás hecho de lo mismo que todos los demás. Tal vez no cortado por el mismo patrón, pero sí amasado con la misma pasta. Así, al igual que tus ojos no quieren limitarse a un único paisaje, y tus manos te sirven fieles en un buen número de actividades, tu sexo, compañero, ha de valerte para algo más que para mear o para deambular por un mundo de ánimas.

Andrés – ¿Sabes lo que te digo? Que la próxima vez que te apetezca correrte una juerga vas a llamar a tu tía, porque yo no estoy dispuesto a tragarme las charlas de nadie.

Fernando – ¡Aha! Sin problemas, tronqui. Tú enciendes la luz roja, yo meto el freno. No te apures. Pero conmigo no te hagas el interesante, que no cuela. Tantos remilgos llamarían la atención del más indiferente. Tus excesivos recatos servirían como ejemplos nítidos en un Tratado de Patologías Sexuales. Estás ocultando algo, no sé si a mí o incluso a ti mismo.

Andrés – Esto sí que tiene guasa. Era lo único que me faltaba por aguantar hoy. Ahora resulta que soy yo el que oculta, el que calla y el que esconde. Aunque, pensándolo un poco, me lo tengo bien merecido por dar oídos a sordos.

¡Qué noche, madrecita! ¡Qué lamentable desatino! Ese no era modo de reconfortar a un amigo. Y, aun no habiendo lazo alguno de por medio, así no se trata a un semejante que recién ha perdido el sustento y cuyo mal de amores no hace sino abultar la alforja de sus cuitas. Pero del árbol caído, ¡ay!, es fácil hacer leña. A cambio de cuatro copas y una cena, su mal hallado compañero le había dejado moralmente en cueros, para manosear con un sadismo placentero (delatado por un ‘in crescendo’ elocuente del brillo en sus taimadas pupilas) sus más recónditos secretos. Había mordido el anzuelo, sí, pero tal vez no fuera tan dañino el gancho que tironeaba de un viejo trauma, queriéndole en una superficie de oxigenadas y lúdicas playas. ¿Quién sabe si estaba próxima la hora de jubilar conceptos urdidos como tapaderas de un cacharro que estaba cogiendo demasiada presión?

En cualquier caso, y pese a los fantásticos bebedizos que el barman —a buen seguro compinchado con Fernando (poderoso caballero es don Dinero)— le administró, dióse a sí mismo muestras de buenas entendederas por ver si se desquitaba de la conciencia de panoli a la que el otro le había hecho arribar. ¡Y vive Dios que lo consiguió! Iba yo a añadir “con creces”, pero no sería cierto, pues fue justicia de ‘ojo por ojo’ el descubrir secreto por secreto. Ya saben ustedes a qué me estoy refiriendo. Antes de salir del tugurio, Andrés había conseguido levantar la liebre y seguir la pista hasta vislumbrar la fuente de ingresos del redomado sacacuartos. Después de todo, no había sido tan difícil. Tendría que haber estado sordo, o ciego, o acabar de caerse de un guindo, para no adivinar la relación que su contertulio mantenía con aquel ocioso gremio. A la quinta o sexta vez que se le acercaron —bien por combatir el volumen de la música ambiental, bien porque ya le estaban jodiendo la marrana—, Fernando elevó, descuidado, el tono de su contestación.

Fernando – ¿Es que os lo voy a tener que contar en chino o qué? Ya le he dicho a tu amigo que hoy no me queda nada. Finito. Caput. Mañana será otro día. Pasaros por aquí sobre las once, ¿hace? Pero ahora dejadme tomar una copa a gusto, que he chapado el kiosco.

Cliente – ¡Bah, tío, enróllate! Rebúscate por los bolsillos a ver si encuentras una chinilla de consuelo.

Fernando – Yo que tú, escurriría el bulto a toda pastilla. Ahí donde lo ves, mi colega es de la pasma y, aunque no ejerce en sus ratos libres, puede quedarse con la copla y buscarnos la ruina cuando le de el marracuco.

Cliente – ¡Jo, macho! Pues menudos colegas te echas tú. Te le podías haber llevado de picos pardos por otros andurriales.

Fernando – Ese es mi problema. El tuyo es esfumarte y correr la voz para que no me entre nadie más. Que encima de darme la vara, me estáis poniendo en un compromiso.

Cliente – Descuida, que en cuanto yo largue, no creo que les queden ganas.

A partir de aquel instante, la simpatía que con su presencia pudiera haber inspirado, se convirtió en un ramillete de rostros atónitos. Colosal remate a la faena en la que sin duda su burlón toreador acabaría cortándole hasta el rabo. Tacharle de madero para mejor zafarse de aquellos moscardones, era una insólita muestra del egoísmo que el género humano, sometido a la tensión de una escalada sin tregua, puede desarrollar sin ningún tipo de remordimiento. No había culpables, ya que sólo existía una forma de llegar: Pisando cabezas. Evidentemente, para no quedar petrificado lo mejor era hacerse el sueco, enfocar los cinco sentido en la meta ansiada evitando toda reflexión acerca del camino, de su suelo y su paisaje. La famosa fórmula “el fin justifica los medios” se esparcía por doquier como una epidemia de arribismo a ultranza que generaba una nueva clase social: los perdedores. En la línea de llegada estaba todo: dinero, poder, dinero, prestigio, dinero, reconocimiento. A los que flaqueaban en el trayecto, a los que perdían el tiempo buscando razones, a los que sentían escrúpulos, se les expelía sin miramientos, eran amontonados en la cuneta de la desesperanza y borrados de la historia.

Pero nosotros a lo nuestro. Que Fernando fuese o no fuese un camello, le traía al fresco. Lo que no le cabía en la cabeza era que le creyera tan en la inopia como para no atreverse a hablar con él del asunto. La primera vez que oyó nombrar la palabra droga fue en su amado y nunca bien ponderado colegio. Los curas organizaban equipos de trabajo, así los llamaban, y les encargaban recopilar recortes de periódicos o revistas para pegarlos en cartulinas de colores. Los pies de foto corrían a cargo de los adoctrinados. Convenía que el color del rotulador elegido hiciera juego con el fondo y, cuanto más sensacionalista fuera el contenido, más henchía el espíritu del docente. Estaban acostumbrados a no llevarle la contraria, a no ser que él mismo insinuara que debían hacerlo. Tampoco cuestionaban, al menos en voz alta, el enfoque con que revestía las materias transferidas. Del mismo modo, en los posters no intentaban reflejar sus propias ideas, sino las que suponían que el profesor deseaba que tuviesen. Todo fuera por elevar las calificaciones y no quedarse sin cine, o sin propina, cuando los viejos tuvieran que firmar el boletín a fin de mes. Los temas a tratar en aquellos llamativos cartulinajes eran siempre de interés universal y versaban sobre los desastres que azotaban a nuestra llagada humanidad: el hambre, la guerra, el cáncer, el tercer mundo, el comunismo, las drogas... Ninguno de sus compañeros tenía ni idea de en qué demonios podían consistir aquellas maléficas sustancias, pero ver al padre Jeremías con los ojos extraviados y los brazos extendidos a modo de varas justicieras, contándoles a voz en grito lo perniciosas e inmorales que éstas resultaban, era un espectáculo tan conmovedor e inenarrable que excitaba la natural curiosidad de la imberbe muchachada.

El límite tentador de lo prohibido condujo a Andrés y a dos de sus más íntimos amigos a maquinar un plan que les posibilitara asomar las naricillas en el otro lado de la cortina de lo establecido. Tenían apenas catorce años y todavía disfrutaban despellejándose las rodilleras del uniforme en la arboleda del río. Dicho así, suena de lo más bucólico, pero lo cierto es que sus zapatones habían de sufrir las inclemencias de cascotes y escombros, desperdigados por aquí y por allá según el arbitrio y la comodidad de sus incívicos depositantes. No eran los únicos que correteaban por ese margen del río. Se habían cruzado con más de una rata despanzurrada, vencida por la corriente, marinerita de agua dulce —de agua enfangada, para ser exactos—, bogando tan ricamente hacia su postrer destino. Procuraban andarse con cien ojos para no meter la punta del pie en el medio de transporte de residuos tan sospechosos. Aquellos senderos, sin embargo, trazarían líneas imborrables en sus tiernos corazones de mancebos.

Buscaban la sombra de los árboles para perderse. Para no ser descubiertos por sus vecinos ni por los conocidos de sus padres y de paso, al atardecer, testificar los juramentos de amor eterno que se hacían las parejas con un par de años más que ellos. Promesas selladas ya no con sangre, sino con besos. Privilegios de los mayores del colegio.

Era aquella una tarde como otras. Agonizaba el invierno y por la trillada vereda, con un transistor a pilas, iban los tres rompiendo el silencio. Se sentaron a compartir un celtas y a colgarse medallas por las hazañas realizadas en los billares aquella misma mañana. Para jugar gratis a los flippers, había un truco que no fallaba. Con un trozo de alambre y una mínima destreza, se fabricaba una ganzúa y, mientras uno distraía al encargado con cualquier paparrucha, otro introducía el invento en la ranura por la que se echan las pelas, hasta someter a su voluntad el dispositivo que, con un toc rotundo, hace que la máquina marque otra partida... Ocho, nueve, diez, un tiroteo perfecto. Podían jugar hasta cansarse y aún les sobraban unas cuantas que vendían a los que salían de clase —y no habían podido advertir la trampa— para echarse unas carambolas de despedida a la hora en que más público tenían, justo antes de partir el día.

Hablaban de música. De los discos que compraban sus hermanos. De cómo disimular el flequillo que no querían cortarse, para que sus madres no pusieran el grito en el cielo. De cuáles eran las mejores tretas para colarse en las matinales discotequeras de los domingos, sin tener que pasar por la vergüenza de repetirle al portero de turno que, con las prisas, se habían vuelto a dejar el carné en casa. De cómo se estaban poniendo de buenorras algunas de las chicas que el verano anterior jugaban con ellos al escondite y a civiles y ladrones.

1º amigo – ¿Os habéis fijado cómo le están creciendo las tetas a Mari Pili?

2º amigo – Yo no me fío mucho. A lo mejor lleva relleno de algodón.

Andrés – Mira tú éste. Se cree que todo el mundo hace lo mismo que él con sus zapatos para parecer más alto.

1º amigo – Además, Chencho se la ha llevado ya a cinco guateques. Y él es de los que no pierden el tiempo con embaucadoras.

2º amigo – Y pensar que cuando dijo que estaba por mí —con la cerilla, ¿os acordáis?— yo la llamé mocosa y me burlé de ella delante de todos... Ahora ese majadero poniéndose ‘morao’ con mi bombón.

Andrés – Pues a mí me parece un tipo poco recomendable. Va dándoselas de listo y, como se descuide, acabará haciéndole la pascua.

1º amigo – Yo he oído decir que fuma porros.

2º amigo – ¿Ah sí? ¿Y de dónde los sacará?

Andrés – Pues los comprará. No creo que los pinte, digo yo.

2º amigo – ¡Qué listo! Ten cuidado, que te vas a quedar calvo detrás de las orejas. La cuestión es ¿a quién?, ¿cómo?, ¿dónde?

1º amigo – Oye, no estarás pensando convertirte en un drogadicto.

2º amigo – Calla la boca, palurdo. ¿Es que vosotros no tenéis curiosidad por saber qué se siente?

Andrés – La verdad es que yo un poco sí.

1º amigo – ¡Psss! Yo regular. Dicen que cuando lo pruebas ya no puedes parar.

2º amigo – ¿Quieres dejar de decir cretineces? ¿Tú te crees todo lo que te dice tu mamá?

Andrés – ¡Déjalo! Si, de todas formas, no vamos a encontrar a nadie que nos lo quiera vender.

2º amigo – Tienes razón. ( ). Un momento, se me ocurre una idea. He oído por ahí que dejas secar unas cuantas hebras de plátano, las mezclas con tabaco rubio, te lo fumas y ¡ale!, colocón al canto.

Andrés – ¡Venga ya! No querrás que nos pongamos a coleccionar hebras ahora, ¿verdad?

2º amigo – ¿Y por qué no? A plátano diario, entre los tres, en una semana habremos reunido más que suficientes.

1º amigo – Contad conmigo.

Andrés – Siendo así de sencillo y si no trae ninguna complicación, por mí vale.

La operación no llegó nunca a feliz término. Heterogéneos contratiempos les impidieron comprobar qué había de cierto en lo que las lenguas de doble filo contaban. Andrés, por ejemplo, fue atesorando con sumo cuidado aquellas alámbricas promesas sobre un pedacito de papel higiénico cortado a tal efecto, y en el interior de uno de los cajones de su mesilla, junto a un bote de leche condensada que había comprado a hurtadillas para darse un par de chupetones cada noche antes de entregarse al abrazo de Morfeo. Al tercer día, el escondrijo fue descubierto por la vieja. Según ella, al ir a buscar unos pañuelos. Mentira cochina. Le inspeccionaba sus enseres como si su habitación fuese la taquilla de un cuartel y él un sospechoso de traficar con revistas porno. El caso es que a ella, aquel desarrapado ovillo le pareció una incomprensible guarrería. Una de las tantas rarezas de un chico que estaba en la edad del pavo, perteneciente, para más inri, a una generación que le pillaba decididamente a trasmano. Cogió aquello sin hacer melindres y a la basura derecho. Y el bote de leche condensada a la nevera. ¿A quién se le podía ocurrir colocar esa pringue junto a las mudas recién lavadas? Es que estos chicos... ¡claro!, si lo tuviera que lavar él, verías tú cómo espabilaba. Pero como estaba acostumbrado a que se lo dieran todo hecho, pues eso.

Fue al cabo de algunos años, en primero de carrera, cuando tendría su primera y reveladora experiencia de lo que un petardo bien ‘liao’ podía hacer saltar. Había coincidido en un café con un compañero de Facultad, con pintas de ser muy progre, a quien coreaban un grupo de chicos y chicas de similar porte. ‘El Cata’ —apodo con el que el menda era conocido— propuso ir a su casa a escuchar un poco de musiqueli. A todos les pareció una idea magnífica y Andrés, que acababa de comerse un plantón espantoso, se apuntó al plan. Posiblemente azuzado por la piojosa alternativa de volverse a casa a vestir santos, o a la de vagabundear solateras por aquella ciudad helada.

Podía decirse que la casa estaba retirada de la circulación, primero porque se ubicaba en las afueras, junto a unas vías de tren, y segundo porque estaba medio en ruinas. Pero el destartalamiento era sólo aparente, el interior sorprendía por lo acogedor y poco convencional. Colchonetas de goma espuma, forradas con vistosas telas y aderezadas con cojines de distintos tamaños, sustituían a las tradicionales sillas y sillones, concediendo a la pieza un ambiente relajado y cálido. Las paredes exhibían detalles exóticos, tales como una colección de pipas traídas de Marruecos; espejitos pintados y, por lo visto, comprados en Londres; libros y libros entre los que asomaban unas estatuillas de Krishna y de Kali, visiblemente complacidas con las volutas de una barrita de incienso que ‘el Cata’ encendió nada más entrar por la puerta; y, ocupando todo el techo, una gigantesca telaraña tejida con lana negra y mucho arte, con forma de pentágono, que atrapaba en su centro una fotografía del camarada presidente, Salvador Allende. Se sentaron por ahí, a la remanguillé, y comenzó a sonar “In The Court of The Crimson King” en un equipazo que Andrés no había visto antes ni en pintura.

Estaba tan impresionado por aquel derroche de modernidad, que ni siquiera reaccionó cuando uno de los presentes empezó a vaciar cigarrillos sobre una mesita camilla de color verde botella. Digo mesita y digo bien, porque alguien se había tomado la molestia de amputar sus cuatro patas, para así dejarla a la altura de las circunstancias. Ni corto ni perezoso, tras esculpir una pirámide de diez cigarros de altura, el artesano desembolsó una piedra pardusca y gomosa y se entregó a la labor de deshacerla poquito a poquito, ayudándose con la llama de una vela.

Chorba del Cata – Hazte uno con siete papeles para empezar y, con lo que sobre, liamos alguno con la maquinita que te ha regalado Mercedes.

El liante – ¡Eh! No pensaréis que me lo voy a currar yo todo. Preparo la mezcla y punto.

El Cata – No seas así. Sabes que te salen como a ninguno. Yo, si quieres, te voy pegando los papeles, que también tiene su mérito.

Chorba del Cata – Yo voy haciendo el filtro.

Mercedes – Yo me encargo de los pequeños.

Andrés oía, veía y callaba. Al parecer, allí estaban todos compinchados. Más o menos cada quince días, dos de ellos iban a Madrid en auto-stop porque en la capi se compraba mejor material y más barato. El dinero se apoquinaba entre todos y, aunque en un principio el turno de los viajantes se estableció rotativo, ‘el Cata’ y su chorba —que estaba más rica que el pan— se iban haciendo con el monopolio de la carretera. A los demás no les importaba, confiaban en aquel joven enjuto y emperillado, cuyo cuero cabelludo gozaba de una salud envidiable, sobre todo por la parte de las patillas. De este modo, la pareja aprovechaba y se corría una juerga cosmopolita.

Entre el incienso y el pestazo de aquel pedazo de trompeta, nuestro principiante estaba más mareado que un chotis antes de dar ni una calada. El humeante y aromático cono pasaba de mano en mano, de izquierda a derecha —o sea, en sentido contrario a las manecillas del reloj— con un ritmo endiabladamente preciso. Dos era el número, dos la cábala, dos la medida, dos. Así se evitaba que algún chupón pegara el morro más de la cuenta, con la excusa de distraerse con el cuelgue. (No hay que olvidar que esto es un flash-back, porque en los tiempos que corren el personal no se anda con tantas zarandajas para fumarse un canuto, ni para nada.) En seguida repararon en que iba de novato.

Mercedes – No. Si te lo fumas así, desperdicias más de la mitad. Mira, mírame a mí. ( )
¿Ves? No retengas el humo en la boca antes de tragarlo. Tiene que ir directo a los pulmones. Pon las manos así, te resultará más sencillo. Y más eficaz.

Andrés – ¿Cómo?

El liante – Oye, que no es un Ducados. Enséñale con uno de los pequeños.

La encargada de la clase era una rubia regordeta —tenía gancho él con las regordetas— que lucía un pantalón de pana desgastado por todos los lados y que, pese a llegarle a mitad de pantorrilla, no añadía ni un ápice de erotismo a su desconchada figura. Tal vez porque llevaba los tobillos ocultos, muy en boga por aquel entonces. Y calcetines de militroncho conseguidos a tres duros el par. No debía de ser mala gente pues, cuando Andrés sufrió un acceso de tos pavoroso —parecía que echaba el alma por la boca—, ella hizo gala de una paciencia de matrona, administrándole sabios puñetazos en la espalda a la par que le obsequiaba con voces animosas: “Así. Lo has hecho muy bien. Sigue así y verás qué bien”. Luego, le acercó con exquisita suavidad el cuenco formado con sus propias manos, incitándole a sorber por un agujerito que ella, hábilmente, abría entre sus dos pulgares. De pronto, todo encajó. Acomodó la cabeza sobre las rodillas de su complaciente dadora y de allí no hubo quien le meneara. Hasta que dio en visualizar dos huevos fritos con puntilla y salchichas, y decidió que ya iba siendo hora de irse a su casa, a cenar.

Hacía frío y no estaba muy seguro del camino de vuelta. Pero saboreó cada centímetro de asfalto como si se tratara de la piel de una entrañable dama que él fuera recorriendo, enamorado. Alguna ventaja tenía que tener eso de ser poeta.

La madre – ¡Ay, hijo! Esos ojos tuyos cada día van a peor. Vas a tener que ir al oculista a graduarte otra vez.

Andrés – Sí, mamá. De todas formas estoy muy cansado. Hazme la cena corriendo y me piro a mi cuarto derecho.

La madre – A mí con exigencias ni hablar. Si tienes tanta prisa te la haces tú, que no eres manco.

No tenía ganas de discutir. Se preparó un bocata con todo lo que pilló a mano y se retiró a sus aposentos, a escribir:

Sólo por ser arrebatado
Todo por ser arrebatado:
Un carro de fuego
como Elías
Un verde a veces
si es brillante
Un mar
Un mundo
Una estrella
Un ácido
180 km/h
Una única respiración
todo en ella
Él
Yo
¿Quién?

***


Hubo otras veces. Casi siempre invitado. Hasta que le notaron el gorroneo y dieron en evitar su presencia en determinados eventos. Nada podía hacer él. No tenía ni para Celtas, como para ponerse a rellenar rubios. Su madre le decía: “¿Para qué quieres propina? Tú, cuando necesites algo, me lo pides y ya está”. Pero él tenía su orgullo y prefería pasar por ese amargo trago lo menos posible. Eso no quiere decir que viviera en el limbo. Si Fernando así lo creía, es que no había captado la complejidad de su carácter. ¿Qué podía importar eso ahora? La culpa la tenía él, por seguir esperando ver florecer rosas en el mar. Autoconservación. Autoabastecimiento. ¿Autosatisfacción? ¡Bah! Quizá debería olvidarse de esa inmadura reminiscencia y luchar, como cada hijo de vecino, simplemente por sobrevivir.

El taxista, tan amable que parecía, le cobró y le abandonó. Y lo típico. Al intentar meter la llave en la cerradura, corroboró la impresión de haber bebido un poco más de lo acostumbrado. Como no quería desaprovechar ese estado, se abalanzó en cuanto pudo sobre el cuaderno siempre hambriento y, entre borrones y borratajos, concluyó:

Mucho me temo que hoy no estoy
para decir chorradas,
ni para sabiondeces hediondas
honorabilidades reputadas
honestas tonterías poematizadas.
Y esto no es un poema, ¡eh!,
es un hipo partido en hipos
(como todos los hipos)
de una borrachera lineal,
digo de una línea emborrachada.
¡Ja!
Es una línea borrachuza
que da saltos.
Una majadería.
Un quede.
Toda la literatura es un quede.
Y la historia
(tan seria ella en los librotes
y en los libritos).
Y la filosofía
(por más frunce de entrecejo
que se le eche).
Y...
Y a vivir que son dos días.
¡Porras!
-----------------------------

No hay comentarios: