Capítulo cuarto

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Hierático, con cara de no estar, de no ser nadie, o por lo menos de no ser él, siguió limpiando el cenicero de la mesa de trabajo cuyo ocupante había corrido aquella mañana más que el reloj.

Javi – ¡Andrés! ¡Andrés González! Pero, ¿es que no te acuerdas de mí? Sí, hombre, si soy Javi, Javier de Almendrales. ¿Se puede saber qué demonios haces aquí disfrazado de esa manera? Aunque, bien mirado, no sé por qué me extraña. Tú siempre estuviste un poco chaveta, y tu inclinación hacia las extravagancias de todo tipo era sonada.

Andrés – Bueno, verás, no es lo que parece. En realidad mmm voy de incógnito mmm ya sabes cómo son estas cosas mmm no puedo desvelarte nada más, aunque confío en que me protegerás con tu silencio.

Necesitaba tiempo para pensar. ¡Qué sofoco! Que el mundo es un pañuelo era ‘vox populi’, pero, según su experiencia, no estaba igual de usado por todos los lados. Alguien acababa de meterse su esquinita en las narices. Y tanto que se acordaba de Javierín. Flacucho y torpón donde los haya, nadie contaba con él para los juegos. Cuando se echaban pies para acordar la división de los equipos, él se quedaba de los últimos. No sobresalía en nada. A trancas y barrancas, fue pasando de curso en curso hasta acabar el bachillerato elemental. Después no se le volvió a ver el pelo, aunque su ausencia pasó prácticamente tan desapercibida como su presencia.

Javi – Ya empezamos. ¿Qué me quieres decir con eso? No me irás a contar que trabajas para el gobierno.

Andrés – Puedes pensar lo que quieras. Yo no te voy a contar nada. (Cuadrándose) Y deja ya de mirarme con esa cara, ¡caray!, que pareces un pasmarote.

Javi – Que no, oye, que no he querido meterme donde no me llaman. Es que me ha sorprendido verte por Los Madriles después de tantos años.

Andrés – Yo sí que estoy sorprendido. Pero, cuéntame cómo te va. ¿Trabajas en este antro?

Javi – Ya ves, chico, lo mío no eran los libros. Cuando dejé el cole, me tiré un par de añitos medio-haciendo el vago, medio-ayudando a mi tío en la barbería. Luego lo típico: a preparar oposiciones. Y como mi padre lleva en el Banco casi desde que hizo la Primera Comunión...

Andrés – Pues tuviste una suerte macanuda, porque ahora es mucho más difícil entrar. ¿Y lo de venirte al Foro?

Javi – Imagínatelo. Mordí el anzuelo de una chulapona que no aguantaba estar lejos del estrés, los gases contaminantes y las suculentas patatas con bacalao que cocinaba su madre. Cuando se quedó embarazada le dio el antojo y yo pedí el traslado, alarmado por la posibilidad de que mi hijo naciera con la cara hecha un mapa.

Andrés – Lo que son las cosas, hasta con hijo y todo.

Javi – Hijos. La parejita, como Dios manda.

Andrés – Por supuesto.

Javi – Y tú ¿qué? ¿Seguiste estudiando? Si no recuerdo mal, eras de los que aprobaban todo en junio.

Andrés – Fui fiel a esa costumbre hasta que acabé la carrera. En realidad sigo como siempre, jugueteando con el ingenio entre pinitos artísticos e investigaciones de tono más pragmático.

Javi – ¡Uy, uy, uy! Ya veo que en verdad eres el mismo. Siempre escurriendo el bulto con tus circunloquios ininteligibles.

Andrés – Calla y deja de arrojar piedras contra tu propio tejado. ¿No ves que a buen entendedor...?

Javi – Pero venga ya, ahora no te vas a meter conmigo. Mira, toma una tarjeta y llámame algún día. Seguro que a mi mujer le encantará homenajearte con una buena cena.

Sí, hombre, como si no tuviera otra cosa que hacer más que acudir a reuniones de antiguos alumnos. Algo había sacado en claro, no obstante, de aquel encuentro desmoralizador. Quedaba patentizada, mediante el contraste con un fantasma de su pasado, la desproporción entre lo que debía ser y lo que era. El sistema, de nuevo, impedía la consagración de lo justo, pues las prioridades en él se establecían al margen de la valía moral y de la calidad humana. ¿Cómo rasgar las vestiduras de su pobreza? ¿Cómo desvestirse el uniforme del fracaso? Despejando de colillas las jornadas de su excompañero, estaba contribuyendo a su autodestrucción, descendiendo en el baremo de su propia estima. Por más que en sus soliloquios se repitiera —cual si de un mantra se tratara— que el ‘ser’ no equivalía al ‘tener’, ni siquiera al ‘hacer’, la realidad se le imponía como un sólido y contundente argumento en contra. Esa era la sensación: todas las fuerzas ajenas confabulándose para discutirle. Sólo faltaba que estuviera volviéndose paranoico.

Paranoia – f. Monomanía.
Monomanía – f. Alteración mental sobre una sola idea.

Era precisamente en estas ocasiones cuando más echaba de menos el bienestar pequeñoburgués de su medioacomodada familia. Puesto que en la pieza distinguida con el nombre de ‘salón’, había tenido a su disposición un diccionario enciclopédico, que venía al pelo con las dimensiones de la estantería. Mueble rancio y carísimo (como le contaba su madre a las visitas), proclive a convertirse en un testaferro de los que luego no sabe uno cómo descuartizar en las mudanzas. Era esta enciclopedia por fascículos, un sacrificio a plazos de su bienamada progenitora y era, por ende, de los pocos libros que podía ojear sin que su madre se apresurara a poner el grito en el cielo. En ellos leyó respuestas aproximativas a muchas de sus cuitas, desde la biografía de Freud o de Buda, hasta la etimología del nombre de los astros.

Ahora, en cambio, la única fuente de documentación en la que le era dado beber, consistía en un diccionario manual e ilustrado que mangó en la escuela de efepé a un tocayo desconocido. No hay prisión más insalvable que el pozo oscuro en el que nos sume la ignorancia. Su posición iba derivando hacia extraños precipicios y recordaba con nostalgia el tiempo, tan lejano, en que parecía estar todo al alcance de la mano y los primeros trenes de su estación empezaban apenas a calentar máquinas. Un irresoluto, eso es lo que era. Aunque lo más probable es que padeciera una galopante crisis de identidad, ajena por completo a su voluntad. Había que exculparse como fuera, pues sabía cierto que el gusanillo de la culpabilidad actuaba como una mala peste en el cerebro de sus víctimas, maniatándolas con la soga indeleble del arrepentimiento.

Sin darse cuenta y de forma gradual, con el transcurrir de los días iba remoloneando más y más. Mortecino entre escobazo y escobazo. Sonámbulo ante las advertencias de su superior (entiéndase el encargado). Sordo a las quejumbrosas voces de sus compañeros. Estaba desmotivado, mas preveía con tino que tal enfermedad no constituía causa de baja. Las robóticas mentes de quienes le rodeaban no podían entender a alguien que, como él, actuaba por impulsos, atento siempre a esa chispa que de pronto le ardía en las entrañas incendiando sinsabores y torpezas y electrificando su anonimato.

Inspiración, dulce veneno que le iba carcomiendo la posibilidad de llevar una vida normal.

Titilando fugaces
en el vacío
Insinuantes
Voluptuosas
y
Cordiales:
Granates ensoñaciones
recortadas en fondo
azul…
Sonrisas
suspendidas en la humareda
vacua
de este mundo.
Virginales
Irrepetibles.
Colgadas en la vacua
humareda
del destino.
Azarosas
Imprevisibles
Juguetonas.

***


Fue por aquel entonces cuando el aburrimiento de lo cotidiano comenzó a ser más fuerte que su cansancio. Con la oscuridad de la noche le sobrevenía una suerte de turbación que le impedía degustar sus placeres de antaño: su ratito de lectura, sus sortilegios poéticos, sus SOS partiditos en versos, plegarias que volaban al Parnaso para congratular a las hijas caprichosas de Júpiter y Mnemosine. Acaso el fuego que Prometeo había confiado a su humilde corazón de mortal parpadeara bajo el influjo de su agitación interior, tan tempestuoso era su desasosiego.

Por esto, y no guiado por el vicio como podría suponer el observador poco avezado, dio en asomarse al ojo brillante y magnético de la noche.

Aventuróse por entre los rielantes neones, colores nuevos, estrellas de la urbe; la llamada de olores subversivos, de voces descaradas; miradas que él imaginaba tan hambrientas como la suya. Lo mejor a estas alturas era guardarse las manos en los bolsillos y cobijar la cabeza entre los hombros, por si las moscas. Escondida en las pupilas de quien menos se pensaba uno podía estar la provocación.

No es que nunca hubiera salido de noche —alguna vez, después del cine, habían ido a tomarse una copichuela, allá, en su provincia— pero, desde luego, nunca con semejante alevosía. Disfrutaba, empero, de su propia osadía, tiritando en parte por la emoción del momento y en parte por la manga corta que lucía. Se había puesto limpio hasta el esparadrapo de las ‘gafas’. Y, pese a no tener claro qué o a quién conquistar, iba haciendo acopio de valor e intentando enderezar sus encantos.

Aquella calle reverdecía a partir de las once, aproximadamente, de la noche. Tintineos de cristales enviciados servían de reclamo a cabezas ansiosas de perderse y a corazones solitarios (como los del club del Sergeant Peppers) deseosos de ser encontrados. Andrés andaba como extraviado. Olvidando su cautela, había ido levantando la vista del suelo y observaba embebido los atuendos y maneras de los corrillos de jóvenes que se apostaban a la entrada de ciertos locales. Algunos de ellos se daban un aire a los atentos vendedores del rastro, de los que tan grato recuerdo guardaba, lo que consiguió relajar levemente su desconfianza. Al pasar frente a uno de estos garitos, reconoció la voz de uno de sus cantantes favoritos, español para más señas: un punto de honorabilidad para este antro patrio que no cedía ante el asedio anglosajón. Quizá si entrara y tomara algo calentito, se sintiera menos ajeno a todo aquel barullo.

Bajó los peldaños que le separaban de una moqueta infectada que le introdujo en un mar de contradicciones. Las mesitas de la derecha tenían buena pinta, pero la barra le pillaba más cerca. Además, de decidirse por las mesitas, ¿tendría que pedir al camarero su consumición antes de sentarse, o se dignarían a servirle ‘in situ’? Si se acercaba a la barra, acomodándose en el despedazo de banqueta de la esquina del fondo, tendría una buena panorámica y las espaldas cubiertas, pero habría de soportar una altavoz sobre su cabeza y la proximidad de cuatro jovenzuelas que bebían cerveza y fumaban como carreteros.

1ª muchacha – ¡Eh, chicas! ¿Os habéis fijado qué pinta?

Sus carcajadas desafinaban con cualquier nota de buen gusto.

2ª muchacha – No, si ya os decía yo que esta noche lo llevábamos claro.

Le servían la decisión en bandeja. Se escurrió como pudo por entre la sombreada zona de las mesas y se sentó inseguro sobre un taburete de mimbre. Enseguida, uno de los chicos que estaban tras la barra se acercó y comenzó a recoger vasos a diestro y siniestro, sin ni siquiera mirarle.

Andrés – Buenas, ¿podría tomar un té con limón?

Camarero – ¿Un té? ¿Un té con limón? ¡...! Pues verás, el caso es que la cafetera está apagada... pero tenemos zumos de varias clases... y leche, también tenemos leche.

Andrés – No sé. Pues un zumo de melocotón, por ejemplo.

¿Quién le mandaba a él meterse en camisas de once varas? No conseguía dominar el temblor de sus manos. Tenía la boca hecha un estropajo y la cabeza como un corcho espantado. ¡Ay, con qué desparpajo se movían todos a su alrededor! Hizo como que se ensimismaba con la música, intentando disimular su eterna extrañeza.

No había adquirido el vicio del tabaco, pues siempre había andado con las pelas contadas hasta para comprar cigarrillos. No obstante, alguno caía de vez en cuando. Esa misma tarde, sin ir más lejos, se había hecho con una cajetilla de rubio presintiendo, sin duda, los inminentes cambios. Colocó el reluciente paquete sobre la mesa, buscando la manera de poner un toque de realismo en su apostura.

Tragaba y expulsaba el humo con forzada presteza. Comprobaba con desolación cómo su ansiedad le delataba una y otra vez.

Necesitaba acordar una tregua consigo mismo, despreocuparse un poco de la agobiante responsabilidad de existir, difuminarse como aquellos otros en el humo y el ruido de aquel local, darse cuartelillo vaya.

Asintió elegantemente al escuchar sobre la mesa el chasquido del vaso, en cuyo borde se apreciaban huellas mal lavadas de carmín. Mas por no llamar la atención las restregó como pudo con su sudoroso pulgar y se dispuso a beber por el otro lado. El camarero, o lo que quiera que fuera aquel inquietante anfitrión, le miró de reojo y, al parecer, decidió no intervenir. A resultas de su bien atemperada actitud, le pareció como si en su tórax se hubiese desabrochado un botón demasiado ajustado. Se contempló a sí mismo sobrellevando con gallardía los rituales de una iniciación no formulada, aceptada implícitamente desde el momento en que cruzó el umbral de su cuartucho mal remendado para jugarse la nada por el todo. Se relajó en el estrecho taburete y hasta se atrevió a montar una pierna sobre otra.

Exceptuando la pequeña escaramuza con las chicas de la entrada y alguna que otra mueca a la que no quiso prestar atención, el nivel de aceptación para con su persona física fue bastante regularcillo. Nadie se metió con él. Él no se metió con nadie. Y, si bien se sentía un tanto defraudado con respecto a la idea que había venido albergando de lo que era una experiencia nocturna, se encontró, por otro lado, con una puerta que abría para él un camino poco claro, con cuyo recorrido esperaba aliviar las horas de sequedad espiritual que estaba atravesando.

***


Volvió la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Las caras del lugar iban resultándole familiares. Nada más verle entrar, ya le estaban poniendo su zumito. Allá por el cuarto o quinto día le anduvieron sonsacando las típicas referencias de carné: dura rueda de prensa de la que consiguió salir airoso contándoles que preparaba una tesis doctoral con una beca harto escasa. A ver si así de paso se les ablandaba el corazón y le invitaban alguna que otra vez, que ¡menuda ganancia le sacaban los bribonzuelos a los líquidos! El sexto día pescó al paso un comentario de las habituales, refiriéndose a él como ‘el intelectual’, que ejerció un efecto balsámico sobre su atormentado espíritu y realzó los rasgos más prominentes de su apiltrafado sex-appeal.

¡Yuhu! Por fin había logrado abrir una brecha en ciudad tan hostil. Quién sabe si aquellos amantes de la noche apreciarían su amable plática y valorarían en su justa medida las doctas sentencias que con tanto tino sustraía de sus reflexiones sobre la vida. Y, ¿por qué no decir toda la verdad?, tal vez bajo la aparente frivolidad de aquellas ninfas se escondiera cierta dosis de lucidez; tal vez detrás de uno de esos pares de ojos vidriados por el alcohol y la falta de descanso, se encontrara con su sueño de amor o, cuando menos, con un buen sucedáneo.

Dueño del local – ¡Hombre, pero cuánto de bueno hay por aquí esta noche!

Andrés – Ya ves, a tomar un poco el fresco. A ver si se me ventilan las ideas.

Dueño del local – Claro, todo el día ahí encerrado sin hablar con nadie tiene que dejarte el coco ‘zumbao’.

Andrés – En fin, ya se sabe que quien algo quiere, algo le cuesta. Además, los libros pueden resultar una compañía tan excepcional y entrañable como la de un corazón amigo. Inmutables, pero abiertos siempre a nuevas interpretaciones. Fieles, pero escurridizos. Cerebros que saltan audaces el espacio y el tiempo para contar contigo...

Dueño del local – Para, para. Que así de entrada ya está bien la perorata.

Andrés – Perdona, no he querido pecar de pedantería... (Se ruborizó al descubrir los inevitables codazos de las chicas.)

Dueño del local – Que no es eso tampoco. Hay que ver cómo te lo tomas todo. Estoy viendo que hoy deberías animarte un poco y meterte un buen pelotazo.

Andrés – ¡Qué cosas tienes! Ni mi bolsillo ni yo estamos acostumbrados a semejante tipo de excesos.

Dueño del local – Pero mira que eres llorón. Está bien, va una copita de parte de la casa.

1ª muchacha – ¡Jo, qué morro! (Tomó la palabra la de las risas estentóreas.) Aquí el que no llora no mama. Nosotras dejándonos los cuartos como unas pánfilas...

Dueño del local – Para el carro, ¡cheee! Que bien sabes tú que me sangráis cada noche todo lo que podéis y más.

1ª muchacha – ¡Anda, encima que damos ambiente al local!

Dueño del local – Mira, os voy a poner dos tercios para las cuatro y vais que ardéis. Pero sólo para que no deis más guerra, ¿eh?

1ª muchacha – Menos da una piedra.

Dueño del local – (Dirigiéndose de nuevo a Andrés.) Un poco más de lo que tienen éstas de sobra, te haría falta a ti.

Andrés – Calla, que te van a oír.

Dueño del local – Déjate ya de pamplinas y dime de una vez si prefieres un refrescante combinado, o si te atreves con un directo, ya me entiendes, un buen copazo para hacer la digestión.

Andrés – Si asumes la responsabilidad de transportarme cuidadosamente en el caso de que me caiga redondo, te dejo que me sorprendas con algo de tu especialidad.

Dueño del local – Eso está hecho. Espera y verás.

1ª muchacha – Éste no sabe en manos de quien se ha puesto. ¡Jua, jua!

2ª muchacha – Si sales vivo de ésta, tendrás que agradecérselo a un estado supersaludable de tus vísceras.

3ª muchacha – Pobre novato. Te van a dejar el estómago como un colador.

Las chicas se mostraban claramente determinadas a trabar conversación. Él se notaba complacido y nervioso a un tiempo. Esperando que aquel cóctel, que navegaba el arco iris pasmosamente a manos de un improvisado timonel, rebajara la docta trascendencia de su carácter y le librara de alguno de sus miedos y complejos, ¡qué carajo!

Dueño del local – Te hago las veces de catador, para que veas que soy el primero en fiarse de mi discutida profesionalidad.

3ª muchacha – Menea, menea bien ese cacharro. Tírate el pingüi antes de perforar el estómago a ese pobre confiado.

Dueño del local – Oye, que os estáis pasando, guapas.

Andrés – Déjalas, si yo me lo voy a beber de todas formas.

Dueño del local – Pero si es que me están poniendo de los nervios, que siempre andan espantándome la clientela.

Andrés – Que no, que la clientela no se espanta.

Dueño del local – ¿Ah, no? Si verás como al final tú también tiras p’al monte... ¡Bebe, bebe! Toma, con pajita y todo.

4ª muchacha – Espera un momento, ‘intelectual’, que la ocasión merece un brindis. Cierra los ojos, piensa en un deseo y alzaremos todos nuestras copas para que se te cumpla.

¿Por qué no? Así se daría un respiro. Intentaría serenarse y secarse las manos en el pantalón. Mientras, a su pesar, unos labios sellados allá, al fondo de su razón, expresaban sin palabras el anhelo más recóndito, el más oculto de sus sueños. ¿Qué mágica geometría poblaba los cielos esa noche? ¿Qué diseño lucían los astros, capaz de embellecer a su alrededor el aire y de reanimar maltratados espacios interiores?

2ª muchacha – ¡Hey! Tampoco te vayas a dormir, que nos van a dar calambres en los brazos de sostener en alto las cervezas.

Andrés – De acuerdo. Pues dejemos que la efervescencia rebosante en nuestros vasos perezca por el buen fin de nuestros deseos. Más vale tarde que nunca.

3ª muchacha – Con dos pelotas. Así habla un hombre, ahí donde los haya.

Y como broche de oro a esta rotunda intervención, torciendo discretamente un cortísimo cuello estrangulado por un extraño lazo de cuero que la pobre tenía el valor de sujetar con una calavera de latón y que, dicho sea de paso, no le pegaba ni con cola, eructó.

Andrés carraspeó, por ver si se le pasaba la vergüenza ajena que le estaba arrebolando los mofletes, digo los pómulos. Podía entrever, dada su natural sensibilidad, el peso de los condicionantes culturales que la mente de la fémina había debido de sufrir. Pero tampoco él poseía el dominio de sus reacciones primarias y no supo cómo evitar soliviantarse.

4ª muchacha – Tú no te cortes, Inda.

Andrés – ¡Inda! Exótico nombre. Suena a Sudamérica. ¿Tienes ascendencia peruana o algo así?

Inda (3ª muchacha) – Verás, el caso es que Inda es sólo... el caso es que Indalecia es mi nombre completo.

Andrés – ¡Oh, discúlpame! Indalecia me parece muy vistoso y original.

La ‘risitas’ hizo lo propio y las otras dos se propinaron sendos reveses en estómago y antebrazo respectivamente.

Inda – Menos chufla, bonita, que aquí cada una lleva su cruz. Más vale llamarse como yo me llamo, que llamarse Belén como tú y tener dientes de Bugs Bunny.

Andrés – Con que Belén ¿eh? Encantado.

Belén (1ª muchacha) – Igualmente, ‘resalao’. Pero que conste que no me reía por lo de Inda, sino por lo de Gara.

Andrés – ¿Gara? ¿Qué Gara?

Gara (2ª muchacha) – Gara soy yo, ¿pasa algo?

Andrés – Apropiado. Apropiado y fácil de recordar.

Gara – Ya, pero es que es Gara de Gaspara.

Andrés – ¡Oh, vaya! Desde luego, estáis llenas de sorpresas. Y tú serás Munda se Segismunda.

4ª muchacha – Tampoco te pases. Mi nombre es Teresa y a mucha honra.

Andrés – Por supuesto. Teresa. Es más discreto que el de tus amigas, pero con interesantes resonancias místicas: “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero...”

Teresa (4ª muchacha) – ¡Uy! no te creas, el hábito no hace al monje.

Andrés – Ya, era un comentario tonto.

Andrés selló sus labios con la pajita del combinado y bebió azarado mientras sus ojos se cruzaban con los de Teresa. Le pareció leer en ellos un reproche a su menosprecio, una llamada de atención a sus prejuicios, pero se dijo a sí mismo que era imposible, que esa chica no podía ser tan despierta e intuitiva. Una alucinación etílica (no, si es que él no debería beber). Ella sonrió.

Nubes de algodón se esponjaron en su interior, al apurar los entrehielos de su copa evaporada, como por arte de birlibirloque. Una de cal y otra de arena. Primero le reñía y luego le apaciguaba. Tenía que estar viendo visiones. De no ser así, corría un peligro evidente, porque tras la corteza de su rictus de redomado incrédulo (que se lo creía él), se escondía una presa fácil y desvalida, como un tierno cachorrillo.

Dueño del local – Parece que estaba bueno el brebaje.

Andrés – La verdad es que me ha entrado tan ligero que ni me he enterado.

Dueño del local – Te ha sabido a poco, no me digas más. Voy a servirte esto que queda en otro vaso, porque ése debía de tener un agujero por ahí abajo.

Andrés – Tú sirve, que ya total de perdidos al río.

Cogió una servilleta de la barra, con intención de limpiar sus malheridas lupas y poder ver así todo más claro.

Teresa – Apuesto a que se te cumple.

Andrés – ¿Cómo?

Teresa – El brindis, no te hagas el despistado. Tarde o temprano, nuestra sed ha de encontrar una fuente.

Andrés – Sería cruel que no tuviéramos ninguna posibilidad.

Teresa – Sobre todo para la buena gente como tú.

Sus dioptrías y el humo no le permitían enfocar bien la frágil figura de Teresa, pero la precisión de ella bombardeaba su talón de Aquiles. Sentía que estaban hinchando globos a sus pies y que una hipnotizante y dulce nebulosa ablandaba sus reticencias. Aquella mujer poseía el misterioso poder de establecer sutiles fronteras, de dibujar un círculo abstracto por el que ambos quedaban sustraídos de sus derredores.

Inda – ¡Caramba con la mosquita muerta! Y parecía tonta cuando la compramos.

Teresa – Tranquila, Inda. Posa tu lengua viperina sobre otra flor y controla tu indómita vocación de portera.

Inda – Oído el aviso, no te inquietes. Pero quien se pica ajos come.

Era densa la atmósfera del tugurio y dolorosos los latidos que le estaban partiendo el pecho. Sonaba a todo volumen una cancioncilla que no había escuchado antes y que marcaría su piel a fuego, como símbolo de una lección magistral recibida de primera mano:

...Las chicas tienen algo especial
Las chicas son guerreras
De la más cursi a la tía más legal
Las chicas son guerreras...

Andrés – (Estaba como loco.) Y digo yo que por qué no descorchamos una botellita de buen cava y nos damos entre todos un merecido homenaje.

Dueño del local – Pues no sé, chato, tú verás con quién te gastas la beca.

Andrés – No seas tan prosaico. ¿Quién piensa en eso ahora? Un día es un día.

No una, sino tres fueron las botellas que cayeron, revolviendo a nuestro probo bebedor el estómago y la sesera. Y todos los cigarrillos que pasaron por sus manos ardieron sin contemplaciones, perfumando su equipo de ‘a la moda’ y dejándole la boca como una olla sin fregar.

Eran las dos y media de la madrugada y Andrés no se encontraba precisamente en condiciones de seducir a nadie. Un par de pelmas remoloneaban con su penúltima, arrimándose cuanto podían al extraño grupo que formaban. Comprensible. Un hombre como él con cuatro princesas sedientas que contaban chistes de dudosa catadura moral y le chuleaban ronda tras ronda a los chinos, debía de inspirar una cierta curiosidad.

Andrés – Vais a tener que disculparme. Mañana tengo que madrugar y yo no estoy acostumbrado a estos trotes.

Inda – Si quieres te acompañamos y nos tomamos otra por el camino.

Andrés – No, de veras, prefiero que no os molestéis.

Gara – Pues no faltaría más, para algo están las amigas. Vamos, vamos.

Inda – ¡Hasta mañana, Ramiro!

Ramiro (Dueño del local) – ¡Hasta mañana, tunantas! Y a ver qué hacéis con él, que le vais a desgraciar.

Gara – Piensa el ladrón que todos son de su condición.

Quería aguantar, pero le faltaba el aire. Inda y Gara se le colgaban de los brazos pretendiendo ayudarle, salvándose así de sus propios trompicones. ‘La risitas’ daba el tono quebrantando el silencio de la noche y el descanso de los vecinos. Teresa canturreaba una tonadilla melancólica. Eso le gustó.

Quería aguantar, ya digo, mantener erguida la cabeza, moderar la velocidad con que las farolas practicaban ‘jogging’ a su alrededor. Respiraba profundamente intentando atraer, a grandes bocanadas, toda la refrescante influencia de la luna. Pero no le funcionó.

Se riló a mitad de camino y se clavó de hinojos al asfalto. Las chicas se portaron bien, después de todo. Tuvieron que llevarle prácticamente a rastras por una calle que a él se le antojaba más agreste que Sierra Morena (aunque no conociera fehacientemente ni ésa, ni ninguna otra sierpe montañosa). Quizá estuviera exagerando un poco la nota, pues lo cierto es que estaba lo suficientemente sereno como para degustar las manipulaciones de que era objeto. Incluso para disfrutar con las palpitaciones sísmicas que agitaban el pecho de sus voluntariosas protectoras.

Casi le apenó llegar a su destino. Belén y Teresa les seguían en silenciosa fila india. Procesión profana hasta su portal apagado.

Inda – ¡Ah! Pero ¿vives aquí? Pues no es por nada, pero son unos cuartuchos de mala muerte.

Andrés – Qué me vas a contar.

Gara – Y además están llenos de gene de baja estofa. ¿No era aquí dónde pernoctaba el pendón de Lolita?

Belén – No seáis así. Si al chico no le da para más ¿qué le va a hacer?

Teresa – ¿Queréis dejar ya de marearle? Parece que habéis bebido lengua. Anda, sube y descansa, que si no mañana no vas a tener cuerpo de jota precisamente.

Andrés – Gracias, sois muy amables. Se hará lo que se pueda. (Al oído de Teresa) Quizás algún otro día te apetezca subir a tomar un café.

Teresa – Quizás. Pero ya está bien de emociones por hoy. Ahora a dormir como un niño bueno y a soñar con los angelitos.

Andrés – Se me ocurren cosas mejores con las que soñar.

Teresa – Tú mismo, mientras te dé tiempo a hacerlo...

Andrés – Voy volando entonces. ¡Hasta mañana a todas!

Había obrado con una intrepidez inusual y eso le concedió el arrojo y el resuello suficientes como para llegar, más o menos a salvo, a desplomarse, más o menos en el colchón.

***


Vehementes retortijones en las tripas, acompañados por náuseas de considerable magnitud, atrajeron su conciencia a un mundo que se había puesto en marcha sin contar con él. Hacía más de dos horas que tenía que estar en su puesto de trabajo. ¿Qué le había sucedido al despertador? Firmaría una denuncia contra el bazar donde lo compró. Alguna asociación de consumidores tendría que ayudarle; o un abogado laboralista, que arrancara una sustanciosa indemnización de manos del estafador usurero. Pero no, su negligencia no tenía excusa posible. Él, que siempre presumía de una puntualidad intachable. Él, meticuloso en todos los órdenes de la vida. Él, serio y retraído en todo tipo de festejos y reuniones. Él... él se había agarrado una cogorza de padre y muy señor mío la noche anterior y se había olvidado de darle al pivotito del matutino cascarrabias. En fin, no era momento de lamentaciones. A lo hecho, pecho.

Llegó jadeante, pálido y con sudores fríos, luchando con todas sus fuerzas por aparentar entereza. Su excompa, que ya estaba repantingado en su mesa de trabajo, le miró de reojo y torció los labios en una mediasonrisa estúpida. El encargado también estaba allí, aguardándolo, con las piernas abiertas y los brazos cruzados.

El encargado – ¿Cómo es posible que nos haya hecho usted algo así? Sin avisarnos, sin nada. Todos de culo por su culpa. Que ha faltado un tanto así —la uña del pulgar clavada en la punta del dedo índice— para que hasta yo me tuviera que poner a limpiar.

Andrés – Perdone. Lo siento muchísimo. Es que me he dormido.

El encargado – ¡Ah, estupendo! Y se queda tan ancho. Después de todo lo que llevamos hecho por usted. Nos está defraudando, señor González. Si se vuelve a repetir esto de hoy, tomaremos medidas. No lo dude.

El tono de reprimenda, ya alto en un principio, había desembocado en desconsiderada grosería. Tampoco era para tanto, ¡caramba! Javierín, para colmo, presenciaba la escena con descaro. Y él, entre unas cosas y otras, se sentía a la altura del betún.

Andrés – A mí no me levante la voz, ignorante, que no sabe con quién está usted hablando.

El encargado – Mire, tengamos la fiesta en paz. Deje de decir sandeces y no empeore su situación. Si aún le queda un mínimo de sentido común, póngase la bata y recupere el tiempo perdido.

Andrés – Mucho me temo que ésta ha sido la última oportunidad que le he concedido para darme una orden. Hasta aquí hemos llegado.

El encargado – Pero bueno ¿y ahora adónde va?

Andrés – A lavar mi honor y a preservar mi sentido común, del que hace mal en dudar, de la nefasta influencia de gente como usted.

Y levantando el brazo, con figura y modales de torero, engoló su voz todo lo que pudo para rematar.

Andrés – Nos vemos, Javier. (Y entre dientes) Ahí os pudráis, vendidos.

Ni resaca, ni cansancio, ni palidez, ni nada. Pateó la calle con rabia, sin reparar en si atropellaba o no a los demás viandantes. Se saltó todos los semáforos que le salieron al paso, vamos, es que ni los vio. Como tampoco se miró a sí mismo, cosa rara, en ningún escaparate. Iba que trinaba. Por lo que le pagaban, no tenían derecho a ridiculizarle en público. No es que él no tuviera un precio (que nunca se puede decir “de esta agua no beberé”), pero desde luego no tan barato. ¿Qué se habría creído ese patán de tres al cuarto? “Lo que habían hecho por él...”, ¡qué caradura!, sangrarle durante un montón de inacabables horas al día por cuatro perras gordas. Y no es que no pensara más que en el dinero, pero de ese curro no era fácil extraer otro tipo de compensaciones. ¡Ah! Y ese plural papista que deslizaba para revestir sus frases de la autoridad que su sola presencia no infería. Inaguantable. Intolerable. In...in...mierda. Para una vez que se le ocurría desmadrarse un poco.




Andrés – Que no, ya le he dicho que no hay más vueltas que darle al asunto. No voy a continuar en la empresa y ésa es mi última palabra.

La jefa – Tranquilícese, Andrés, nadie pretende retenerle aquí a la fuerza. Sólo intentaba invitarle a reflexionar un poco. Como lo veo tan alterado.

Andrés – Es para estarlo. En la primera ocasión que ha tenido, el señor Comosellame, el mequetrefe ese que ha puesto usted de encargado...

La jefa – El señor Cabestrales, Andrés, que no hay por qué faltar al respeto a nadie.

Andrés – ¿Yo? ¿Faltar al respeto yo? Si precisamente me disponía a explicarle que ha sido justo al revés. El señor Cabestrales, cuyo apellido le va como anillo al dedo, ha tenido a bien expresarme a voces y en público, lo que, en todo caso, debería haberme comunicado a solas y en un tono racional. Y yo no puedo consentir comportamientos de semejante calaña, ni a él ni a nadie. Además, que ya estoy harto. Ha de saber usted que, si yo quisiera, podría trabajar en ese mismo Banco de jefazo. Sí, sí, como lo oye. El Presidente del Consejo de Administración es primo hermano de mi padre, para que se entere. Y a lo mejor voy, me empeño, y hago que contraten otra empresa de limpiezas. Mire usted por cuanto, ahora vamos a saber quién es el ratón y quién es el gato.

La jefa – ¡Qué cosas tiene usted! Mire, a mí me da igual, pero ya le estoy viendo con la cabeza llena de pájaros y los bolsillos vacíos. Tenga cuidado porque, se seguir así, le van a dar todas en un carrillo.

Andrés – Eso no es de su incumbencia, señora mía. En cualquier caso, he estado entre ustedes durante este tiempo sólo en plan experiencia, porque necesitarlo, lo que se dice necesitarlo, no lo necesito. Mi familia, afortunadamente, disfruta de una posición acomodada, y si mis padres se enteran de que he hecho esta locura, me desheredan.

La jefa – Ya, pues entonces, todos contentos. ¡Buena suerte, Andrés! No es usted un mal chico.

Sé de una sombra negra
que intercede por mí
cuando las cosas van bien,
para que anude de nuevo
el hatillo y camine
y camine.

Y a mí que ya me duelen los pies
y me pinchan los riñones,
que sólo apetezco un rinconcito sosegado
donde entornar la mirada
y dormitar y olvidar
y escuchar de lejos las voces de los niños,
a mí ya me está hinchando las narices
este hado listillo
que me tiene inquieto el culo
y amedrentados los sueños
—¡ay estos sueños míos!—
que no tienen sino la ambición
de perecer,
como ríos de un tiempo entre tiempos,
en el mar que todo lo traga
sin preguntar ni responder.

Sé de una sombra negra
que se hace luz cuando conviene,
que me engaña y me tortura,
me promete.

Yo voy a su cobijo sin descanso,
dejo que hable por mí
ante los gnomos del agua
y me echo al sol un sueñecito
mientras deciden mi destino
entre risas y algazaras.
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