Capítulo tercero

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Limpiezas “Covadonga” era una de las tantas empresas que lanzaba, enfundados en batas azul azulete, a mozos y no tan mozos a intentar vaciar cada día el basurero infinito que es Madrid. Como quien achica agua de un barco que debe mantenerse a flote, lavando cristales, abrillantando suelos con mopas enormes, desinfectando retretes, limpiando colegios y fábricas. El sueldo era una birria, pero le habían advertido que, si se portaba bien, le conseguirían trabajillos fuera de hora, a nivel particular. Un par de oficinas pequeñas, algún piso incluso, en fin, cosas de poca monta que se cobraban a destajo y dejaban a un Andrés deshecho en sudor, agotado, tumbado en la colcha de cuadros que a esas horas ni siquiera picaba. Demasiado cansado para hacer cualquier cosa que no fuera ducharse y dormir, o dejarse estar así, con la mente en blanco, en aquel cuartucho que tan caro le estaba costando.

No había calculado que tener un techo bajo el que poder dormir, un poco de comida cada día y algún que otro capricho, pudiera resultar tan terriblemente difícil. Pero Andrés no se dejaba conmover por las circunstancias y salvaguardaba como podía la confianza en sus talentos, aguardando el fin de semana para saborearse a sí mismo o acabar, como buen dominguero, panza arriba en la Casa de Campo, con un cuaderno y un boli para por si acaso. Ni siquiera se sentía desgraciado. No se sentía nada. Acaso perplejo ante el denodado empecinamiento de sus semejantes por complicar la vida. Su bata azul azulete le servía como pasaporte para una nueva cara del prisma de la realidad en la que se mantenía como observador, como un forastero que pasara por allí de casualidad. Sólo así lograba sobreponerse a tanta mediocridad y aguantar el tipo a la espera de una oportunidad digna de su valía.

Dormía poco. Le costaba levantarse pero, una vez en la calle, agradecía el fresquito de esas horas que eran las mejores para pasear. Demasiado tarde para los trasnochadores y temprano aún para los que tenían que madrugar. Andaba sin prisas, enajenándose del final de su camino, olvidando todo lo que no fuera adelantar las piernas alternativamente y respirar los suaves olores de las calles recién regadas. Olores que le azotarían con violencia unas cuantas horas más tarde, de regreso a ‘casa’. Esto era lo más crudo, no tener una ‘su casa’ a la que volver con ganas de volver y encontrarse con los suyos para charlar de todo y de nada, porque tampoco tenía unos ‘los suyos’. Empezaba a pesarle esa soledad donde su actitud no se contraponía a la de nadie. ¿Qué mantener o ante quién reafirmarse? Así no había manera de ser uno mismo. Era como mirarse en la marca que un espejo ha dejado en una pared mugrienta tras ser retirado. Superación había significado para él, más que rivalidad o competencia, contrapunto y rebelión. Si hay un público que aplaude, mejor que mejor, eso nos gusta a todos; si te critican o te tiran tomates, el orgullo hace que tu defensa sea brillante; pero en un teatro vacío cualquier puesta en escena se convierte en muecas fofas que van cayendo como costras, sin otro objeto que desvestirle a uno sus heridas y vacíos. ¡Oh, sí, queridos! La soledad es un ‘démaquillant’ implacable que nos desprovee de las más íntimas y costosas pinceladas en nuestro carácter, careándonos con la vergüenza de un desnudo anodino, esmirriando nuestro ‘querer ser’.

***


Apocado e impreciso, saludaba cada mañana a aquella mujer. Dedujo que se trataba de la profesora que impartía clase en aquella aula recién fregadita. Si hasta se quedaba con las ganas de decirle: “Oiga, porfa, a ver qué me hace usted con los pinreles”. Un día creyó percibir una media sonrisa, acompañada por una pompita de saliva que a la pobre le escurría desde la comisura derecha de unos rayajos acarminados, que vistos desde lejos podrían confundirse con lo que comúnmente denominamos labios. De ser cierto lo que sus ojos le decían, perspectiva dudosa debido al estado de sus cuatro susodichos, aquel ademán resultaría de una generosidad asaz sospechosa. No quiso darle demasiada importancia, bastante tralla llevaba ya encima como para pararse en mientes. Pero, como quiera que al día siguiente se reprodujo la onírica visión, poniendo a prueba la endeblez de sus rodillas, se propuso atajar el asunto negando a la cretina el saludo y hasta la mirada.

El tiro —¡claro!— le salió por la culata. Si pudiéramos, ante una elección, vislumbrar la dirección postrera de cada una de cada una de las posibles alternativas, iríamos ganándole terreno al azar. En realidad, nos la jugamos a ciegas y nunca llegamos a saber cierto qué es o qué habría sido peor. Irremediables náufragos en oleajes de pequeñas historias, que nadie ha de nombrar ni aun con letra menudilla.

La resolución así tomada sería la punta de lanza que, blandida hábilmente por la doña, jironearía el ya deteriorado estado de nervios de nuestro caro.

La profe – ¡Buenos días!

Andrés – (Silencio)

La profe – ¿Se te han olvidado los buenos modales?

Andrés – (Por lo bajinis) ¿Será posible el descaro?

La profe – ¿Por qué refunfuñas? ¿Tienes algún problema? Sea lo que sea, puedes confiar en mi.

Andrés – Que no, que no. Que ni lo uno ni lo otro. (Debería haberle soltado en la cara que el problema era ella.)

La profe – Ya. ¿Eres de aquí?

Andrés – (Horror y desolación. Ya empezaba a liarse la madeja.) No.

La profe – Ya decía yo. ¿Te obligan a llevar esa gorra? Pobrecito, se te va a caer el pelo. Con lo fuertote que lo tienes.

Le pilló por sorpresa. De ningún otro modo hubiera conseguido desnudar su cabeza y entreverar su testuz con aquellos insólitos y amoratados tentáculos.

Andrés – ¡Glubs, glubis!

La profe – Aunque no lo creas, yo tengo un hijo casi de tu estatura. A lo mejor, siempre que no te ofenda, podría traerte algunas camisas que él ya no se pone.

Andrés – Oiga, pero ¿qué se ha creído usted? ¿Es que tengo aspecto de llevar segunda mano, o de vestir de parroquia? Mándelas al tercer mundo, ¿a mí qué me cuenta?

La profe – Te has ofendido, lo siento. Me has malinterpretado. Verás, si estoy hablando contigo es porque me ha parecido ver en ti algo peculiar...

Andrés – Bueno, dejémoslo así. Si me pilla el encargado aquí de cháchara me va a cantar las cuarenta.

La profe – Tienes toda la razón, pero al menos has de darme la oportunidad de resarcirte dejando que me invites a un café, cuando tú quieras. El sábado, por ejemplo, que no trabajamos. El domingo no sabría qué excusa inventar para no tener que acompañar a mi marido a Misa.

Andrés – ... (Consternación y mudo asombro.)

La profe – Pues no se hable más. Te espero a mediodía en el café de la esquina, para no perdernos.

Reflexionaba, mientras abrillantaba la barandilla, acerca de sus menguados reflejos. ¿Cómo, si no, podía haber quedado aprehendido en tan turbia encrucijada? Un ‘no’ a tiempo habría bastado, mas acaso se encontrara realmente herido en su orgullo y necesitara demostrar a aquella mujer que él fregaba escaleras tan solo de forma ocasional.

A todo esto, ya era mayo y el día señalado presagiaba los bochornos venideros. Recordó los ‘pantalos’ de plástico en los que invirtió con vistas a la creación de su ‘new look’. Por ahí tenía también una camiseta de propaganda, si se ponía la casaca amarilla por encima no se verían demasiado las letras. Aunque no se sabía si era peor el remedio o la enfermedad. Lo de las chapas no lo tenía nada claro, se colocaría cuatro o cinco de las más discretas acá y acullá.

Si su objetivo era dejarla patidifusa, a fe que lo consiguió.

Andrés – Ejem (a modo de saludo).

La profe – ¡Caramba, buen mozo, qué faceta!

Ella presentaba un aspecto pulcro, aunque baboso. Tenía la piel exacerbadamente blanca y por entre el maquillaje mal extendido se le asomaban algunos venúnculos. Las arrugas campeaban por doquier, resueltas a instalarse en su demacrez. A punto estuvo de soltarle eso de que “usted tendrá ya que ponerse los sombreros a rosca”, pero se contuvo para no descubrir ninguna de sus cartas. La chaqueta de ella era ocre en todos los sentidos, de esas anchorras que lo cubren todo. Y, pese a que él no era precisamente un entendido en relaciones públicas, alcanzaba a vislumbrar que no le iba a beneficiar en nada vérsele acudir a una cita con aquella fofería, como un vulgar ‘gigolo’.

La estética de sus gafas habíala solucionado metiéndoselas en un bolsillo (esperaba no romper, al sentarse, lo que de ellas quedaba), resignándose, por un lado, a ver a medias y, por otro, a parecer extrañamente atento a las conversaciones. Recordaba la sabiduría simple y populachera de su madre: “Para presumir hay que sufrir”, aunque “No hay mal que por bien no venga”.

La profe – Pero ven, siéntate aquí, a mi lado.

Andrés – ¡Uy, ni hablar!

La profe – Está bien, está bien, pero tomarás algo por lo menos.

Andrés – A estas horas no acostumbro, pero pídame una caña, por acompañarla.

Envueltos en la inercia de los acontecimientos, los hombres no acertamos a ejercer nuestra libre condición. Engarzados en una cadena indeleble de causas y efectos, cual ‘the rolling stones’ precipitándose en advenimientos prescritos. Es la ley de la acción, cuyo rigor solo ha sido aplacado por un porcentaje bajísimo de esclarecidas voluntades, preclaras estelas en el firmamento de la evolución de las especies.

La profe – No sabía que fueses un moderno. Se me hace difícil hablarte así, sin la bata y... bueno, estoy un poco aturdida, disculpa.

Andrés – (¡Qué tontería! Si quiere, me traigo la fregona de mascota. Ésta se ha creído que soy un muerto de hambre.)

La profe – ¿Qué piensas? ¿No vas a decir nada?

Andrés – Que si sigue usted escudriñándome de esa manera, sintiéndolo en el alma, voy a tener que dejarla plantada.

El barman no perdía ripio. Estaba desgastando el trozo de barra situado a la izquierda de la curiosa pareja, de tanto pasarle la bayeta.

La profe – Es sólo que cada vez comprendo menos cómo un zagal como tú anda ahí metido entre escobillas de water y cubos de lejía.

Eso era justo lo que él pretendía. Por ahora todo marchaba por buen cauce. La cerveza regaba su ascético gaznate con una premura inquietante. Sentía en la entrepierna una especie de batiburrillo de sudor y vello acobardado. El plástico y la plastosa estaban machacándole la pelvis. Ya se sabe que, a la postre, lo barato sale caro. Con creces estaba pagando aquel saldo.

Andrés – (Manteniendo el tipo.) No hay que fiarse de las apariencias, siempre engañan.

La profe – ¡Cuánta razón tienes, hijo mío! Oye, se te ve espabilado. Podías estudiar en la Escuela, aunque fuera en el nocturno. La Formación Profesional tiene mucho futuro.

Andrés – Oiga, señora, que yo soy universitario.

La profe – ¿Ah, sí? Tú me estás engañando. Venga, dime de dónde has sacado esa ropa.

Andrés – (Altivo) Cóbreme, por favor, tengo un poco de prisa.

La profe – No, no, tú no te vas todavía. Pónganos otra ronda, ahora me toca pagar a mí.
En lo que quiso darse cuenta, se encontró con otra jarra espumeante a la vera de su codo. Mal, la situación iba tomando un mal cariz.

Andrés – No quiero ser un grosero, pero que sea la última.

La profe – Por supuesto, yo he dejado la comida a medio hacer.

El camarero se demoraba en los cambios, mientras silbaba desatinos maldisimulando.

La profe – ¿Vives con tus padres?

Andrés – (Rematadamente mosqueado.) Soy huérfano.

La profe – ¡Pobre! ¡Que Dios los tenga en su gloria!

Andrés – Los que deben estar en la gloria son los gusanos que se los hayan zampado.

La profe – No hablas en serio. Estás tomándome el pelo desde que entraste por esa puerta.

Una repentina sonrisa descuajeringó, definitivamente, el rostro de la profe. Andrés, en ascuas, comprendía que algo estaba a punto de suceder. Pero... el qué.

La profe – ¡Uf, qué calor hace aquí! (Abanicándose la pechuga con las solapas de la chaqueta ocre.) Pues tú con esos pantalones tienes que tenerlos cociditos, mi niño.

Y diciendo esto, queridos lectores, ya se podrán imaginar la parte de la anatomía de Andrés a la que su mano fue a incrustarse, como si de una ventosa se tratara. Mordisqueándose, al tiempo, los pelillos de la barbilla con unos dientes grises y separados de manera tal, que permitían mediover una lengua apenas contenida.

Al garçon le dio un paralís y se quedó con la bayeta a media altura. Nuestro ultrajado dijo ooohhh y desparramó la cerveza, salpicándose las letras de la camiseta. Detalle que la alocada aprovechó para manosearle los pectorales haciendo como que le secaba. Al intentar desasirse de aquellas tenazas, forzó una torsión estrambótica y se cargó los ojos de sus ojos. Estaba cantado, ¡ay infortunio, inseparable colega de nuestro prota!

Se sentó con parsimonia —de pronto, hasta el aire estaba mudo—, un cristal en cada mano, las palmas hacia arriba casi esperando unas lágrimas a punto de verterse. Probó a casar las partes, a lo mejor con un poco de esparadrapo…

La profe – ¡Cuánto lo siento! Y yo que creí que te habías comprado unas lentillas.

Andrés – Encima con recochineo. Déjeme en paz de una vez.

Su gozo en un pozo. De nada valieron las chapas ni la tortura plastificada sobre sus piernas, las cuales, por cierto, habían quedado generosamente aireadas gracias a una costura que hizo crrrrrrrrr cuando lo del empellón. Había algo en él que consentía, incluso impelía, el envalentonamiento de los otros en el frente a frente. De nuevo su hado trágico había ido a dar al traste con su orgullo. ¿En qué punto se habría equivocado? Debería reflexionar con calma para así aprender de sus errores, pues nada le ayuda más al hombre para trascender las limitaciones de su especie y abandonar el valle de lamentos de los que yerran. Tal vez, si se le concediera la oportunidad soñada de retroceder en el tiempo, seguiría el consejo que con desinteresada solicitud le dieron los del puesto de chapas, quienes, probablemente conociendo cómo anda el percal, habíanle ofrecido, con sensatez y buen criterio, una muñequera de clavos de seis filas. Impresionar. Había que impresionar a los demás. Entretener su mirada con accesorios inútiles. Camuflar la cara demasiado obvia de su inocencia vergonzante. Quizás madurar no consistiera más que en eso: aprender a esconderse tras actitudes eficaces, alcanzar contundencia en la mentira, ver sin ser visto, tirar la piedra y esconder la mano, entregarse a la irrealidad, conformarse con el absurdo.

La profe – No te pongas así conmigo. Yo sólo quería ayudarte, pero eres tan soberbio.

Andrés – Sí, sí. Mire, váyase de una vez. No me obligue a decir a voces lo que es usted.

La profe – De desagradecidos está el mundo lleno.

El puñetazo de Andrés hizo que las patatas con ali-oli tiritaran en la bandejita del aperitivo. Sonar no sonó mucho, pero se dejó los nudillos hechos una pena.

La profe – Bueno, pues me voy que tengo prisa. Y a ver si el lunes cuando te vea se te ha pasado ya la rabieta.

Andrés – Ggrrrrr.

¿Cómo saldría de aquel aprieto? Con los cataplines colgando y sin ver tres en un burro, estaba claro que con lo único que contaba era con su elegancia de espíritu. Así, estirando su casaca con desdén, irguiéndose lentamente y tanteando con sutileza su derredor, alcanzó la puerta sin ningún tropiezo de propina. En cuanto se supo a salvo del escrutinio del cotilla, puso pies en polvorosa. Ya sin reparos y fuera de control, echaba pestes por la boca, enfrascado en su alocución de venganza, sin advertir nada más.

***


Si lo que están pensando es que Andrés no gustaba de la compañía femenina, o que era un mesías de la misoginia, están apresurándose en sus juicios. De hecho, se le habían conocido un par de asiduas a las que él, eso es verdad, nunca llamaba novias. Pero no porque no estuviera de moda, que no lo estaba, sino porque era un término con implicaciones poco claras. Verbigracia, el que lo habitual de un noviazgo fuera acabar en matrimonio cuando él, por supuestísimo, consideraba la familia como una institución opresora, mediante la cual se transmitía la herencia de los prejuicios e intolerancias que urdían, entretejiéndose, la malla de nuestra civilización.

Se refería a ellas como a ‘sus amigas’. Cuando rara vez subían a su casa, su madre se deshacía en merengada amabilidad. Todo postizo, hasta la voz se le tornaba más aguda y aviesada. Luego, cuando le pillaba a solas por banda, venían los ruegos y las lamentaciones:

Que a ver cuándo te buscas una chica de buena familia
y dejas de tontear con semejantes pelanduscas.
¡Ora pro nobis!

Que a ver si te vas a dejar engatusar
y luego ¿quién apechuga con las consecuencias?
¡Ora pro nobis!

Que con esas fachas que llevas
¿quién se te va a arrimar?
¡Ora pro nobis!

Que una muchacha de buenos principios
no debe llevar esas trazas.
¡Ora pro nobis!

Que por qué no dejas de perder el tiempo, acabas la carrera
de una santa vez, y luego ya veremos.
¡Ora pro nobis!

Que dime con quién andas y te diré quién eres.
¡Ora pro nobis!

Que vete a saber qué hacéis
en esas buhardillas donde os metéis.
¡Ora pro nobis!

Que, además, con esos libros que leéis
vais a acabar dando en cualquier cosa.
¡Amén!

No sólo leían libros. Acudían también a las exposiciones de las Cajas de Ahorro, que eran de entrada libre y, encima, en las inauguraciones se estiraban con algún que otro canapé. Cine-clubes de Colegios Mayores. Arte y Ensayo de barrio, con copias piratas, fugitivas maltrechas de la censura. Croquetas calentitas, con apuntes debajo del brazo. Conferencias con calefacción, en invierno. Paseos al otro lado de las terrazas, en verano. Su madre no sospechaba cómo ni cuándo podían meterse mano. No obstante, velaba por el anónimo nombre de la familia. Su reputación como ama de cría no debía quedar en entredicho, entre otras cosas porque ser madre había sido la vasija donde, con mayor o menor regocijo, había derramado casi toda su vida.

Así, en secreto, me referiré parcamente a estas dos relaciones. La intimidad es un derecho inalienable y Andrés es muy dueño de pretender la suya. La primera fue más bien un asunto platónico: inexpertas y ruborizadas miradas que no sabían cómo cruzarse, tardes enteras de rodar tras un poema, ojos en blanco postrándose en la oscuridad al borde de lo inexplorado, solitarios placeres que soñaba compartidos mientras lo ponía todo perdido. La segunda era ya harina de otro costal: una jovencita progre y regordeta que le hacía juego con la trenka. Tenía el pelo tan tieso como torcida la chepa, probablemente de caminar siempre con el pecho escudado por un montón de carpetas, pero era desenvuelta y dicharachera y parecía poseer la firmeza de carácter que nuestro pretendiente tenía en tan alta estima.

Tenían un buen amigo que les dejaba estar en su buhardilla (¿cómo demonios se habría enterado su progenitora?) cuando querían hacerse arrumacos. Incluso se retiraba discreto a tomarse un cafetito —decía— cuando ellos empezaban a oír música y eso. El secreto gordo gordo es que él no logró desenfundarla ni un viaje. A medio camino y sólo de pensarlo, sufría un temblor incontrolable que le testaba una húmeda evidencia en los vaqueros, le estrujaba la garganta con un nudo de arrepentimiento y le desviaba unos ojos impregnados de una también húmeda culpabilidad. Ella le miraba consternada unos segundos, en jarras, con la chicha sobresaliendo por entre el pantalón y la camisa descuidada, como un bocadillo. El cuello y la cara salpicados de un sofoco compungido.

La progre – Pero chiquillo, si ni te he rozado.

Enseguida reaccionaba y, acariciándole como a un colegial, intentaba consolarle dando por sentado que necesitaba consuelo, lo cual acababa de enrarecer el ambiente.

Se sentía humillado por la incomprensión de la que empezaba a parecerle una insensata. En lugar de percatarse de la extraordinaria sensibilidad con la que había de habérselas, lo confundía todo e improvisaba extravagantes justificaciones sobre una infancia de la que él no soltaba prenda.

Andrés – Podrías hablar del tiempo y dejar de hacerte la sabidillas.

Pues ¡vaya con la psicoanalista de la porra! A saber qué cotorrearía con sus amigas. Habría que ir ahuecando el ala, si no quería convertirse en el blanco de dimes y diretes de una panda de neurasténicas.

Más con pena que con gloria había hollado, así, los tortuosos senderos del erotismo. Pero el amor, o lo que él esperaba de esa palabra, aún no había llamado a su puerta. Y puesto que no deseaba ser un play-boy, aguardaría a la damisela de sus sueños sin mancharse con los vicios que esta sociedad de hipócrita moral había permitido florecer, agrietando los cimientos de nuestro ‘status’ de ‘homo sapiens’.

Hizo un amasijo de imágenes en su cabeza: flashes de Hollywood en blanco y negro, los besos más ardientes, las más intensas miradas, y, sacando fuerzas de flaqueza, cual un Bogart desmañado pero resultón, silabeó:

¡Quién pudiera hablar contigo
de esas cosas que no se hablan
con nadie!
¡Quién beber contigo
la última de la noche!
¡Quién hacer suyo
el enigma de tu cara!
¡Quién dar un paso a tu paso!
¡Quién desentrañar
el tejido pulcro
de tu atlas!
¡Ay, amor,
terciopelo cándido
donde flota la esperanza!

***


Pidió en plan favor que le trasladaran a otro puesto de trabajo, pues aunque la violadora no había vuelto a dar muestras de su lascivia, él no se sentía ya seguro caminando por aquellos pasillos, o recorriendo aulas donde podría ser víctima de una encerrona en cualquier momento. En la empresa tenía fama de ser un buen chico y no quisieron hacerle el feo.

La jefa – Pero no habrás tenido ningún altercado con alguno de tus compañeros, ¿verdad?

Andrés – ¡Oh, no, no es eso! Aunque, si no le importa, preferiría que las razones permaneciesen veladas.

La jefa – Claro, tú sabrás, a nosotros no nos causa un trastorno excesivo. Lo arreglaremos.

El encargado, todo mieles, se inclinaba ante la jefa con una sonrisa torcida. La chaqueta de punto azul marino, de esas que se saben a la legua tejidas por una abuela que gusta de diseños un tanto arranciados.

El encargado – Lo que usted diga. Además, al muchacho, se le ve la buena disposición.


¿Qué disposición ni qué ocho cuartos? Necesidad obliga. ¿De qué, si no, iba a hacérselo un reinón como tú en un barrizal como éste? Fango de fangos. Yuxtaposición de nefastas inclemencias. ¡Ay, mísero de ti! ¡Ay, infelice! Generosas malaventuras mecen la noble cuna de tu existencia hacia oprobios que no mereces. Intemporal quijote que recorre a trompicones los vericuetos de la historia, sin yelmo y sin montura, sin peto y sin espaldar, a lomos de un rocinante hecho de versos, un viejo sueño cojo que viene arrastrando la esperanza de colocar sobre lo feo lo hermoso. Los cascabeles que a tus pies ata la ingenuidad son demasiado sonoros.

Mas bástele a cada página su afán
y que sea el orden quien gobierne en estos textos
de forma que con vuestro buen entendimiento
deis sentido a tanto esfuerzo.

Y aprovecho, al paso, la ocasión
para loar vuestra atención,
pues bien conozco yo
la ardua lucha que la letra impresa
ha de sostener con la televisión.
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2 comentarios:

oficinas en pilar dijo...

Excelente, vengo leyendo desde el primer capítulo y no puedo parar. Mis saludos y felicitaciones. Gracias por compartirlo

Pilar Benito dijo...

Gracias a ti por leerlo y por dejarme saber que estás disfrutando de la lectura.

Un saludo.